Voy en un barco que se comporta como un tren: para en las distintas estaciones para que suban y bajen pasajeros. Está lleno y yo voy parado, asido al pasamanos. En el asiento delante de mí, de esos que dan la espalda a las ventanillas, viajan Lenin y Trotski. Me digo "¿qué hacen estos acá?" Pronto descubro que estoy yendo a un acto donde ellos serán los principales oradores. Me encantaría haber estado en las discusiones para determinar cuál de los dos cerraría.
Bajamos. El encuentro se hará en un club. Yo estoy con bermudas y ojotas, y en un momento escucho que alguien me llama. Me doy vuelta pero no veo a nadie. Cuando giro, Lenin y Trotski ya no están. No sé a dónde tengo que ir. Intento trepar una pequeña pared, tal vez los vea desde ahí. Me caigo y me lastimo la rodilla. Un raspón, nada serio. Pero arde y duele cuando la doblo para caminar. Las ojotas están húmedas y me cuesta andar, por el calzado y la renguera.
Los veo a la distancia, en un campo de deporte. No sé si una cancha de fútbol o de rugby, el sol brilla en el césped y no se ven las rayas de cal. Intento bajar, pero el lugar es muy alto. Con la rodilla así y las ojotas no lo voy a lograr. Hago un rodeo para alcanzar el lugar del encuentro, pero llego a un bosque con plantas muy altas, casi de tres metros. Es una pastura densa, pero hay un camino bien marcado. Una luz fuerte, de un reflector, ilumina por donde voy.
Salgo a un solarium. Hay varias personas en reposeras, que cada tanto beben de unos tragos que luego apoyan en una mesa baja. La que lidera la conversación es una mujer de pelo castaño, alrededor de cincuenta años. La miro mientras habla en alemán, y sonrío y asiento pero no logro descifrar nada de lo que dice. Ella se fija en mí. Se levanta, y se acerca. Nos miramos. Sigo sin entender nada de lo que dice, pero noto que su voz cambia. Susurra palabras que intuyo dulces, me seduce. "Sos muy linda", le digo, y me acerco un poco. Otro poco. Un poco más. Nuestros labios están ahí, frente a frente, apenas entreabiertos. Contienen respiraciones agitadas, las hacen parecer tranquilas, indifirentes a la revolución que va ocurriendo en nuestros estómagos, en nuestros cerebros. Solamente dejan escapar el aire que ha ingresado por las narices. Cada tanto las lenguas asoman un poco para humedecerlos. Los labios se mantienen así impasibles un buen rato.
Hasta que ya no pueden más.
Fernando
Marzo, MMXX2