Hace un buen rato que estoy intentando contar esta
historia y no sé muy bien cómo. Digamos que el año pasado planté semillas de
morrón y de tomates (volveremos sobre estos rebeldes) de los frutos que compré en la verdulería. Digamos también que poco antes empecé a compostar los restos
orgánicos en casa, y que luego usé como tierra para plantar las semillas. Lo que
vemos a continuación es el resultado:
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15-11-2019 |
Es decir, un plantín de morrón en compost casero
en un recipiente plástico convenientemente perforado en el fondo para que se
escurra el exceso de agua. En suma, una suerte de combinación naturaleza e
industria.
Ahora bien, el dilema de escribir de una forma u
otra esta historia está dado porque los tomates nunca germinaron, y sí lo hicieron
los morrones, como se ha visto en la imagen. Y creció la planta hasta tener
unos 50 cm de altura. Y una vez yo le comenté a MEC que me parecía que eran
transgénicos y que nunca iban a dar frutos. MEC me miró algo sorprendida, y
entonces se levantó y fue hasta el patio y habló con los morrones. Les dijo que
yo decía que ellos no iban a crecer, pero que no me hicieran caso, que ella
sabía bien que todo lleva tiempo y que crecieran cuando fuera su momento. Luego
volvió a su computadora, MEC, a seguir preparando el último examen que le
permitiera acceder a la tesis. Pero hoy ella no puede verlos. No la está
pasando bien en su internación. Y esto es lo que no sé si quiero contar. Queda para
mejor oportunidad, cuando la salud de MEC mejore.
Entonces sí, voy a contar lo que sigue.
Pasaron los días y
la plantita fue creciendo. Entonces me envalontoné y compré semillas de
lechuga y de rúcula y de tomate, que no aclara que no son ni perita ni redondo,
sino de la variedad “rebelde”. Y los puse en sustrato que compré en un maple de
huevos a modo de almácigos, y tuve que hacerles una protección con hilo sisal
para protegerlos de las garras de los gatitos (acá no hay gaviotas arrasadoras
de surcos).
Y mientras esto iba ocurriendo, la planta de
morrón empezó a ponerse cada vez más grande, y sus hojas tienen el aroma del
morrón cuando uno se acerca y las huele, y pasa suavemente los dedos por las
hojas bien verdes, amplias, seguramente con un objetivo que yo ignoro por
completo.
Y entonces el sol, que da en la ventana un rato,
hace del cemento y el hierro algo verde, una hermosa planta de morrón, con olor
a morrón y proveniente de semillas de morrón, pero sin morrón. Un fiasco. (Quiero
aclarar que todo esto ocurre en un PH que tiene un patio y una terraza pero
nada nada de tierra, así que hubo que arreglárselas con macetas plásticas y
botellones de cinco litros y maples de huevo para hacer la pequeña huerta
urbana)
Pero, así como reventar es el suicidio del
descreído, según decía Isidoro Blaisten, una mañana cualquiera, que en este
caso fue una mañana especial: 29 de febrero, las cosas se tornaron en
maravilla:
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29/02/2020 |
Nos ahorraré a todos el tiempo que llevaría contar
los momentos de incertidumbre sobre si las flores darían o no frutos. Aquí lo
vemos hoy, 23 de marzo de 2020, desde la ventana del cuarto donde escribo. Y escribo
con cierta emoción por haberme decidido a plantar una planta, y cuidarla para
que crezca, y de frutos, y de esos frutos hacer nuevas plantas y así comerlas.
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23 de marzo de 2020, |
Pero, ¿se las va a comer? ¿Después de tanto
esfuerzo y cuidado y charla y hasta caricias y husmearle las hojas? ¿Se las va
a comer?
¿Y si no?
Y bueno, déjela libre, que haga lo que quiera, que
tenga sus propios morroncitos si quiere y si no quiere no, pero no la mate.
¿Sería capaz de cortarla en juliana, en daditos y echarla al aceite hirviendo
seguramente con alguna pobre cebolla y hasta un ajo y un tomate, rebelde o no?
Y, de algo hay que vivir. ¿Qué voy a comer si no?
¿Animales? También tendría que matarlos, ¿no es cierto?
Y sí, la verdad es que ahí tiene razón.
¿Y qué hacemos, entonces?
Fernando
Marzo, MMXX, año de la pandemia