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miércoles, 23 de marzo de 2022

Lectura de la novela Hamnet

 


En las primeras páginas, antes incluso de que empiece la historia, ya sabemos de qué trata Hamnet, la novela de Maggie O’Farrell: de la muerte sorpresiva del hijo varón de William Shakespeare. Que Hamnet y Hamlet eran el mismo nombre. Que la tragedia Hamlet es un homenaje que el dramaturgo le hace a su hijo muerto. Entonces, se preguntará el lector desprevenido y enojado por habérsele estropeado (traducción de spoil) la anécdota, ¿para qué voy a leer algo que ya sé de qué se trata? ¿Fue a ver Titanic?, preguntamos. Sí. ¿Y para qué fue, a ver si el barco llegaba a Nueva York y todos felices y contentos? Tiene razón.

Hamnet es, ante todo, la historia de Agnes, madre del niño muerto. Y es ahí donde se centra la novela, en describir las sensaciones de esa mujer enamorada, alegre, encantadora y luego triste, atribulada, acongojada, furiosa, decepcionada. O’Farrell no ahorra palabras para mostrarnos los distintos estados por los que va pasando Agnes. La sigue de cerca todo el tiempo, casi hasta hacernos sentir su respiración, sus pensamientos.

No descuida, por cierto, a los demás personajes. También trabaja de manera minuciosa las emociones. Pero el despliegue que hace con la protagonista no tiene igual. Ni siquiera con Hamnet, o el esposo que, dicho sea de paso, nunca es nombrado por su nombre: se dice de él esposo, hijo, actor, autor, pero nunca se lo nombra.

Por momentos es imposible dejar de llorar mientras se acompaña a Agnes en el dolor. Y la escena final, cuando ella va al teatro, es definitivamente el punto más alto. Ahí nos cierran todas las preguntas que teníamos pendientes, a la vez que se abren otras, pero el sentido y la trama de la novela nos dejan con la boca abierta y las lágrimas fluyendo.

 

Fernando

Marzo, MMXX2 

 

viernes, 11 de febrero de 2022

Locus amoenus

   

¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? Eterna Cadencia - 2019

Es una figura en la que los personajes se solazan. Generalmente consiste en una pequeña pampa, a la sombra de frondosos árboles y el correr rumoroso de un arroyo o río cercanos. 

    Pero a veces tiene que ver con las palabras que leemos. Desconozco si se dirá Verba amoenus. Lo poco que aprendí de latín lo olvidé prolijamente. 

    Para contextualizar: anoche, finalmente, pude empezar la lectura de ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, de Lorrie Moore,  (¡Gracias, Gaby, por el empréstito) y me encontré, primero, con la palabra "mesada". Pero como no tenía tanta importancia en la narración, seguí adelante. (No es que aquí breguemos por el uso de pocos vocablos, no, todo lo contrario, pero leer "encimera", "hacer novillos" o "acera" -que tal vez sea una hipérbole feminista, ¿quién sabe?-, me da cierto resquemor)

    Bien, luego de pasar por la mesada (y no referida a su acepción de cantidad de dinero que se entrega mes a mes, sino a la parte superior plana y resistente de los muebles bajos, como los de las cocinas[1]), seguí leyendo y me encontré con la expresión “toscano en la oreja”. Ahí dije, bueno, algo está pasando, no puede ser que en el término de una página me encuentre con estas dos expresiones propias de Argentina, o del castellano rioplatense, por lo menos. Fui, entonces, a la Catalogación en Fuente y me encontré el motivo: “Garland, Inés, trad”. ¡Ahí está la madre de Dorrego!, me dije, y me dormí contento porque esas palabras tan conocidas aparecían en un libro, una verba amoenus.

    Aquí, el lector desprevenido bien puede acotar que no hacía falta tanta vuelta, tanto tecnicismo para llegar a tal verdad de Perogrullo, ya que la bajada del título dice TRADUCCIÓN DE INÉS GARLAND. Y bué, qué quiere que le diga, tiene razón, querido lector empoderado, nos pescó en esta. Ojalá pueda disculparnos y hacer la vista gorda por esta vez.

         ¡Salú!

 

Fernando

Febrero, MMXXII 

 



[1] Vale aclarar que la RAE no considera esta acepción para Argentina, sino solamente de del dinero mensual. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.5 en línea]. <https://dle.rae.es> [11/02/2022] https://dle.rae.es/contenido/cita

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Eat at Lu's

 


 


El restorán de Lucy está en una casa vieja, y las diferentes habitaciones albergan dos, máximo tres mesas. Las paredes están revocadas, en contra de la tendencia de dejar los ladrillos a la vista para realzar la sensación de casa antigua. Acá, lo antiguo está en los pisos de pinotea, las bovedillas en los cielorrasos altísimos, las paredes de cuarenta y cinco.

Las sillas tienen el respaldo curvo, y los asientos acolchados con almohadones tachonados para hacer más confortable el momento de la cena (porque no abre al mediodía).

Lucy trabaja a la mañana en una escuela como secretaria. Ese sueldo le alcanza para vivir. A la noche, de jueves a sábados abre el restorán, solamente con reservas. Ese ingreso le sirve para soñar. No importa si tiene una sola mesa, porque ya sabe lo que va a gastar: el menú se pide con anticipación. De cualquier forma, rara vez tiene una sola mesa. Siempre tiene lleno, y como muy poco, como esta noche, solamente otras dos parejas aparte de Ernesto y Casimira. Entonces, piensa Ernesto, no lo tenía tan planeado: llamó y Lucy le dijo que había lugar. Sin duda se le complicó irlo a buscar, y eso le parece enternecedor.

 

         ¿Tuviste buen viaje?

         Sí, pero el colectivo tardó un montón, a la ida y a la venida.

         ¿Ya lo tiene listo, Amadeo?

         Dice que sí.

         Pero cómo, ¿no te mostró la plataforma?

         No.

         No entiendo.

         La terminó cuando yo estaba volviendo.

         Pero, ¿me estás cachando, Ernesto?

         Un poquito, Casimira.

         Ufa.

 

Cuando llegan, Ernesto va a su estudio a consultar el Y–Chan, el libro de las constantes. Escucha “Human Kind”, de Dhafer Youssef. A medida que el laúd va dejando espacio al canto del muacir, que pronto se coordina con el clarinete, al punto de que llega un punto en que es difícil distinguir la voz del cantante del instrumento, le pasa que se va estremeciendo, y ve cómo la piel de los brazos se hace de gallina, ahora que no tiene la camisa puesta.

Luego de un momento, tira las monedas, seis veces, y anota los resultados:

·         de menor a mayor,

·         de mayor a menor,

·         los menores en los extremos y el mayor en el centro.

·         invierte los resultados hasta obtener seis cifras.

·         Tira una última moneda y multiplica ese valor por la suma de cada línea. Así obtiene una cifra que debe consultar en el libro. Esa es la clave para el siguiente libro que tiene que leer.

 

Cassie golpea suave la puerta y pasa. Ernesto se incorpora y la mira.

 

                ¿Otra vez el nudismo, Erne?

        Es un ratito, nada más, Cassie.

        Bueno, bueno, qué se yo.

        ¿Te molesta?

        ¿Eh?

        Sí, ya sé, se nota que te molesta.

        Pero…

 

Ernesto se cubre con una bata, le da un beso en la mejilla, va hacia el dormitorio. Al rato sale, vestido con una chomba y un pantalón bermuda, y encuentra a Cassie en el living, que lee unas revistas de arte.

 

        Voy a mirar los videos que me pasó Amadeo, ¿querés ver?

        En un ratito voy. Te llevo un café, ¿querés?

        Un té, mejor, de hierbas.

        Dale.

 

 Fernando

Diciembre, MMXXI

lunes, 20 de diciembre de 2021

Especie de guión para una película muy conocida

 


 

 

La cámara muestra a una chica, con actitud de estar de vacaciones, en una cómoda reposera al borde de una piscina de un hotel que da a una playa muy bonita, a eso de las tres de la tarde,. con una bikini blanca y un pareo, está sentada en la reposera, tomando un trago muy tropical, con una rodaja de star fruit en el borde del vaso, moviendo la pierna de arriba a abajo; la brisa le revuelve un poquito el pelo, y ella se lo intenta arreglar con un ademán muy calculado, para que se le noten apenas los músculos del brazo que trabaja en el gym tres veces por semana. Y de paso, también, los pectorales, que aunque parecen no decir mucho dentro del corpiño, algunos movimientos breves y exactos inducen a creer que son modelos de perfección. Ella piensa eso también, y vuelve sobre el hamacarse de la pierna, ahora más despacio, y el sol que le da en el bajo vientre le genera un calorcito que cada tanto reduce con una breve inmersión en el agua, en ese mar calmo que apenas moja la arena, displicente, sin inmutarse en su azul verdoso, apenas un poquito de espuma que levanta una tabla de windsurf.

De pronto un mozo, con estricto uniforme de cadena internacional de hoteles, se le acerca con un teléfono en una bandeja que brilla su platinado al rayo del sol, y le entrega el auricular con un gesto ampuloso, que pretende ser amable pero en realidad es de fingida cortesía, obligatoria por el código de conducta empresarial. Ella toma el aparato y dice "hola" con una voz muy dulce, casi de orgasmo, con la mirada perdida en el horizonte y, luego de escuchar unos segundos, sus músculos se tensan y el trago va a parar al piso. La cámara, entonces, se desplaza lentamente hacia el mar, hace un fundido y aparece un loquito en una habitación inmunda, apuntando su arma hacia algo o alguien que no se verá hasta las próximas tomas.

 

Un insert de la muchacha del bikini blanco saltando de la reposera.

 

Un insert de la oficina de investigaciones policial, y las espaldas de dos detectives, un hombre y una mujer.

 

Un insert de un titular de un diario local: "NUEVO SECUESTRO", en letras enormes, a un tercio de la primera plana.

 

Otra vez el loquito, apuntando esta vez a una chica que grita y patalea como un chancho, atada en una silla y con ropa muy negligee.

           

Luego, un plano en cinema verité de la chica de la bikini blanca, mientras junta del piso y se pone una remera larga sobre el cuerpo, un jean muy ajustado, zapatillas blancas, el bolso que toma a la carrera y sale hacia el estacionamiento.

 

            La cámara se va otro verano, a otra playa, al recuerdo de otra chica, de apenas diecisiete. Sus pechos, sin ser enormes, habían crecido algo más rápido que el promedio de sus compañeras de escuela, lo que parecía ejercer una mayor fascinación en los muchachos, siempre a su alrededor como abejas ante un campo lleno de margaritas.

 

            Otro insert, con una chiquita que llora de la mano de la mamá, que parece enojada

 

            Uno de esos chicos llegó hasta ella, agotado como el espermatozoide que fecunda. Iracundo al mirar el terreno que queda por detrás de él, lleno de miles de espermatozoides calcinados por un jugo oleoso  que parecía tan inofensivo unos minutos antes.

 

            Un breve movimiento de una mano, como quien intenta espantar un recuerdo.

 

            Todas sus amigas se agitaban en risitas nerviosas, le decían “te va a encantar”, al mentir sus experiencias. Ella no sabía muy bien de qué hablaban, tampoco podía determinar si le mentían. Solamente respondía a un impulso que venía desde lo más profundo de su vientre, que le hacía cosquillas en la espalda al tiempo que sentía el aliento de él cada vez más cerca, los labios en un viaje directo al placer iniciático; disfrutándose, sintiéndose los seres más felices, recorriéndose los labios con los labios, provocando sonrisas en todas partes, exacerbando los sentidos  para acá y para allá, en ambos sentidos, una vez y otra; volviendo de pronto sobre sus pasos, comiéndose los secretos más íntimos, dibujando historias sensuales con saliva en las espaldas cuando duermen, de mañana, sin esperar la sorpresa de un dibujito hecho de pronto con la punta de la lengua sobre el vello rubio apenas erizado y solamente visible por efecto del sol a contraluz, también rubio, que empieza a aparecer lentamente desde el horizonte y se cuela por la ventana de un hotel que en no mucho más dirá que se terminó el tiempo del amor pasional; pero que comenzará el otro tiempo enfrentado a la realidad de un colectivo ruinoso, que los verá despeinados y enredados en recuerdos de pechos y cierres herméticos que no paraban de subir y bajar de a poquito entre adoquines y máquinas expendedoras de boletos que traen de nuevo, sin mayor lógica, las sensaciones que se derramaron una y otra vez hasta el sueño. Hasta la ducha. Hasta mañana. Ella guarda en su corpiño dos hemisferios de placer, con los que llevará orgullosa la relación hasta que se canse, porque él solamente responde a sus pulsiones, y ella quiere que sea un poco diferente cada semana, no ya cada mañana, pero parece que solamente puede levantar su piel y no sus fulgores de caballero romántico, de príncipe rescatista de princesas embrujadas (sapos por favor abstenerse), y entonces lo peor tenía que ocurrir, y la imagen terrible que se derrama sin que ella pueda hacer nada por evitarlo.

 

Otro insert para mostrar al loquito haciendo un ademán que se intuye obsceno.

 

Insert borroso de la chica aplastada contra el piso por el loquito y su arma

 

La cámara de pronto panea sobre la chica del bikini blanco en el estacionamiento y una vuelta momentánea a la playa, a la reposera, al mozo llevando el teléfono con la mala noticia.

 

Después, un breve racconto muestra una aparente tranquilidad en un aula mientras un chiquito dibuja una cabeza atravesada por una cuchilla de carnicero, que mentirá al decir que es un dibujo de un disfraz de carnaval que vio en la televisión; que años más tarde mentirá aún más al definir sus obras como abstracción figurativa, en las que insertaría imágenes truculentas como fondo esfumado de op’s o de bordes rígidos. Así lograría sus quince minutos de fama, hasta que su reputación caería en picada por los relatos de las modelos, que rápidamente detectaron las intenciones casi criminales del realismo que pretendía lograr al pedirles de forma muy enfática de prestarse a cortes y torturas al posar para él.

 

            Una imagen de café recién hecho, la chica del bikini inspirándolo profundamente, junto al olor de las tostadas, para espantar el mal momento.

 

Otra vez la nena llorando a mares, de la mano de la madre enojada, que la tironea mientras dice algo en un tono de reprimenda.

 

El chico la mira por detrás de las lágrimas, que aumentan el tamaño de sus ojos claros pero ponen todo el cuadro fuera de foco. Sabe que ella le está diciendo que las cosas ya no van, que esperaba otra cosa, no, no hay otro; pero él no puede escucharla. Un batido tremendo en medio de la cabeza le impide oírla. Solamente oye un tambor, casi un émbolo, que dice te odio te odio te odio. Ella sigue hablando de cosas que él no puede oír, y se pregunta cómo puede ser que tenga tanto para decir. Él no para de temblar, e intenta tocarla con su mano trémula, y ella lo aparta, sin violencia pero con firmeza, y entonces sí sabe que ella dice ¿Qué hacés?

No dejó de temblar en ninguna de las muchas cuadras que caminó hasta su casa. Ella me dejó fue la única frase que dijo antes de meterse en la cama a llorar para siempre ese primer dolor del amor. Ni cenó, ni desayunó, ni almorzó. Apenas respondió sí a todos los ¿estás bien? que golpearon en  la puerta, y que soportó dignamente sin romperse; acaso mejor que su alma, que había quedado hecha jirones ahí en la plaza, picoteados los pedacitos por las palomas, o pateados junto a las piedritas por los pibes que jugaban a la pelota “¡Eh, verde!, ¡tomá, verde!”, fue lo último que recordó; y recuerda nuevamente ahora, dos días después, o veinte años, qué más da.

 

Un fundido de la chica llorando en el piso, y el loquito que la aplasta sosteniendo el cañón en su nuca.

 

La nena, toda meada, llora y llora su triste situación mientras la mamá la arrastra hacia ninguna parte, avergonzada de la chiquita que cayó en desgracia.

 

La chica de la bikini blanca en el estacionamiento no puede esperar más. Sale del auto, al sol, con sus anteojos negros que le tapan las lágrimas. La cámara gira trescientos sesenta grados, lento, muestra cada detalle de los músculos de su cara en tensión, las arrugas en la zona T que se hacen profundas como abismos, los labios agazapados, y se detiene muy despacio como un tren que llega a la estación, justo en el momento que ella grita La cámara achica el plano en los ojos cubiertos por las lentes de sol, procura atravesar la negrura, meterse en el pequeño espacio que va de la lente hasta la córnea. Solamente consigue irse de foco. Vuelve despacio, pero ahora desde otro punto de vista: la mira telescópica que busca el mejor punto para el impacto, aunque también se entretiene observando a la chica, le gusta ver el subir y bajar de sus pechos al compás de la respiración agitada por la furia, el detalle de las lágrimas de ira que caen hacia los labios, igual que tiempo atrás, cuando la tuvo rabiando contra el piso, con el arma fría a medio milímetro de la nuca, con el arma caliente unos doce centímetros dentro. Pudo haberla matado aquella vez. Podría matarla ahora.

 

La nena meada llora desconsoladamente, no tanto por lo que le pasa, sino más bien por el desprecio de la mamá, que insiste en pasarle toda la responsabilidad al repetir una y otra vez te dije o no te dije que te aguantaras, eh. Contestá, carajo.

 

Los diarios y la televisión se repiten en la noticia del secuestro. Él se enfurece porque se da cuenta de que están inventando. Tienen un pedacito apenas de verdad, que seguramente obtuvieron con algún dinero en la oficina de investigaciones de la policía, pero todo lo que dicen son mentiras.

 

 

La mira telescópica busca un lugar, pero no se decide.

La cámara va a negro.

Vuelve en un living. Dos detectives, un hombre y una mujer, interrogan a una señora mayor.

-          ¿De dónde conocía su hija al sospechoso?

-          No estoy muy segura, creo que ella fue modelo en uno de sus cuadros.

-          ¿Él la llamaba por teléfono, o la visitaba?

-          Habló por teléfono un par de veces.

-          ¿Usted habló con él?

-          Si.

-          ¿Y de qué hablaron?

-          De nada, sólo preguntó por ella. Una vez le dije que no estaba, y la otra le pasé con ella.

-          ¿Y notó algo raro?

-          ¿Cómo qué?

-          Alguna expresión en la voz, jadeos, tartamudeos, cierta melancolía, cosas así.

-          No. Tenía una voz firme.

-          ¿Agradable?

-          Sí.

-          ¿Seductora?

-          ¿Qué insinúa?

-          Digamos, ¿podría esa voz lograr que una chica se excitara solo al escucharla?

-          No entiendo su pregunta.

-          ¿Se excitaba usted al escuchar su voz?

-          ¡Me ofende!

-          ¿Se hubiera excitado a la edad de su hija?

-          ¡Por favor, retírense!

-          Estos son nuestros números –dice la teniente Astea. Su compañero se mantuvo en silencio, tomando notas–. Por favor llámenos si quiere contarnos algo más, señora Berne.

 

La habitación está desordenada. Hay ropa tirada, revistas viejas con las hojas rotas, cortadas. Faltaban fotografías y algunas letras. En medio del montículo de sábanas y mantas, el chico duerme o parece dormir su pena. Hace ya dos días que está ahí, simplemente respondiendo sí cuando le preguntan si está bien. Pero ha decidido morir de hambre. No contó con que derribarían la puerta y lo llevarían al hospital, a inyectarle suero, a darle de comer de a poco. Casi cinco días estuvo tirado en la cama, moviéndose apenas. Diez días estuvo internado. Tres días más en recuperación en su casa. En ningún momento recibió un llamado ni una visita de ella. Volvió al colegio mucho más flaco, más callado, con peores notas. Supo que ella había muerto cuando intentaban rescatarla (tenía las fotografías que había recortado de las revistas), mientras él estaba dejándose morir (y con las letras había escrito Te Amo). Él no entendió del todo el pedido de rescate de ella. Quiso morir antes. Quería morir ahora.

 

La nena meada promete que matará a esa mujer desorbitada cuando tenga las fuerzas suficientes.

 

La cámara muestra a la chica de la bikini en el estacionamiento pero volviendo a la playa al meterse en el tubo de la mira telescópica. El recuerdo la atormenta y le duele pero ya no puede tener rabia.

 

El noticiero anunciaba que en su edición de las 20:00 pasarán una cinta con una escucha telefónica que podría dar un vuelco importante en la investigación del secuestro. Él se ríe por la furia de saber que son todas mentiras las que van a decir, que él no habló por teléfono con nadie, y golpea la pared con los puños cuando descubre su voz al encargar una pizza. Ya es demasiado tarde, porque el edificio está rodeado de policías. No puede creer que haya sido tan imbécil. Y no puede aguantarse más. Eyacula sobre la espalda de la chica, que no para de gritar. Y luego dispara.

 

Los policías irrumpen en la habitación. Ella sigue gritando, desnuda y aterrada, sin atreverse a mirar el cuerpo inmóvil de él en el medio de un charco de sangre, y siente cómo se le escurre suavemente el recuerdo de aquel chico al que dejó en una plaza porque no encontró una forma mejor de decirle que tenía que rescatarla, o él no entendió la metáfora del príncipe;  al tiempo que la golpea el de este loquito al secuestrarla cuando lo amenazó con contarle a la madre, siente cómo se mojan sus piernas al mearse otra vez del miedo, y siente cómo odia a su madre que no pudo entender su urgencia cuando era apenas una nena, y tampoco cuando le dijo que su novio abusaba de ella. Y ahora estaba ahí, con un loquito medio muerto que todavía tiene tiempo de agarrar el arma y tirarle, justo entre los dos policías que intentaban rescatarla.

 

La chica del bikini atiende el teléfono:

-          Soy la teniente Astea, ¿quién habla?

-          La señora Berne.

-          ¡La puta madre, señora Berne! Ya están muertos los dos, su novio y su hija. ¿¡Por qué mierda no nos dijo nada cuando la fuimos a ver!?

-          Estaba asustada.

-          ¡La puta madre, señora Berne! Voy a hacer todo lo que pueda para que se pudra en la cárcel.

-          Sí, ya lo sé. 

 

Fernando

Diciembre, MMXXI 

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