La cámara muestra a una chica, con actitud de estar de
vacaciones, en una cómoda reposera al borde de una piscina de un hotel que da a
una playa muy bonita, a eso de las tres de la tarde,. con una bikini blanca y
un pareo, está sentada en la reposera, tomando un trago muy tropical, con una
rodaja de star fruit en el borde del
vaso, moviendo la pierna de arriba a abajo; la brisa le revuelve un poquito el
pelo, y ella se lo intenta arreglar con un ademán muy calculado, para que se le
noten apenas los músculos del brazo que trabaja en el gym tres veces por semana. Y de paso, también, los pectorales, que aunque
parecen no decir mucho dentro del corpiño, algunos movimientos breves y exactos
inducen a creer que son modelos de perfección. Ella piensa eso también, y vuelve
sobre el hamacarse de la pierna, ahora más despacio, y el sol que le da en el
bajo vientre le genera un calorcito que cada tanto reduce con una breve inmersión
en el agua, en ese mar calmo que apenas moja la arena, displicente, sin
inmutarse en su azul verdoso, apenas un poquito de espuma que levanta una tabla
de windsurf.
De pronto un mozo, con estricto uniforme de cadena
internacional de hoteles, se le acerca con un teléfono en una bandeja que
brilla su platinado al rayo del sol, y le entrega el auricular con un gesto ampuloso,
que pretende ser amable pero en realidad es de fingida cortesía, obligatoria
por el código de conducta empresarial. Ella toma el aparato y dice
"hola" con una voz muy dulce, casi de orgasmo, con la mirada perdida
en el horizonte y, luego de escuchar unos segundos, sus músculos se tensan y el
trago va a parar al piso. La cámara, entonces, se desplaza lentamente hacia el
mar, hace un fundido y aparece un loquito en una habitación inmunda, apuntando
su arma hacia algo o alguien que no se verá hasta las próximas tomas.
Un insert de la muchacha del bikini blanco saltando de
la reposera.
Un insert de la oficina de investigaciones policial, y
las espaldas de dos detectives, un hombre y una mujer.
Un insert de un titular de un diario local: "NUEVO
SECUESTRO", en letras enormes, a un tercio de la primera plana.
Otra
vez el loquito, apuntando esta vez a una chica que grita y patalea como un
chancho, atada en una silla y con ropa muy negligee.
Luego,
un plano en cinema verité de la chica de la bikini blanca, mientras junta del
piso y se pone una remera larga sobre el cuerpo, un jean muy ajustado,
zapatillas blancas, el bolso que toma a la carrera y sale hacia el
estacionamiento.
La cámara se va otro verano, a otra playa,
al recuerdo de otra chica, de apenas diecisiete. Sus pechos, sin ser enormes,
habían crecido algo más rápido que el promedio de sus compañeras de escuela, lo
que parecía ejercer una mayor fascinación en los muchachos, siempre a su
alrededor como abejas ante un campo lleno de margaritas.
Otro insert, con una chiquita que
llora de la mano de la mamá, que parece enojada
Uno de esos chicos llegó hasta ella,
agotado como el espermatozoide que fecunda. Iracundo al mirar el terreno que
queda por detrás de él, lleno de miles de espermatozoides calcinados por un
jugo oleoso que parecía tan inofensivo
unos minutos antes.
Un breve movimiento de una mano,
como quien intenta espantar un recuerdo.
Todas sus amigas se agitaban en
risitas nerviosas, le decían “te va a encantar”, al mentir sus experiencias.
Ella no sabía muy bien de qué hablaban, tampoco podía determinar si le mentían.
Solamente respondía a un impulso que venía desde lo más profundo de su vientre,
que le hacía cosquillas en la espalda al tiempo que sentía el aliento de él
cada vez más cerca, los labios en un viaje directo al placer iniciático; disfrutándose, sintiéndose
los seres más felices, recorriéndose los labios con los labios, provocando
sonrisas en todas partes, exacerbando los sentidos para acá y para
allá, en ambos sentidos, una vez y otra; volviendo de pronto sobre sus pasos,
comiéndose los secretos más íntimos, dibujando historias sensuales con saliva
en las espaldas cuando duermen, de mañana, sin esperar la sorpresa de un
dibujito hecho de pronto con la punta de la lengua sobre el vello rubio apenas
erizado y solamente visible por efecto del sol a contraluz, también rubio, que
empieza a aparecer lentamente desde el horizonte y se cuela por la ventana de
un hotel que en no mucho más dirá que se terminó el tiempo del amor pasional;
pero que comenzará el otro tiempo enfrentado a la realidad de un colectivo
ruinoso, que los verá despeinados y enredados en recuerdos de pechos y cierres
herméticos que no paraban de subir y bajar de a poquito entre adoquines y
máquinas expendedoras de boletos que traen de nuevo, sin mayor lógica, las
sensaciones que se derramaron una y otra vez hasta el sueño. Hasta la ducha.
Hasta mañana. Ella guarda en su corpiño dos hemisferios de placer, con los que
llevará orgullosa la relación hasta que se canse, porque él solamente responde
a sus pulsiones, y ella quiere que sea un poco diferente cada semana, no ya
cada mañana, pero parece que solamente puede levantar su piel y no sus fulgores
de caballero romántico, de príncipe rescatista de princesas embrujadas (sapos
por favor abstenerse), y entonces lo peor tenía que ocurrir, y la imagen
terrible que se derrama sin que ella pueda hacer nada por evitarlo.
Otro
insert para mostrar al loquito haciendo un ademán que se intuye obsceno.
Insert
borroso de la chica aplastada contra el piso por el loquito y su arma
La
cámara de pronto panea sobre la chica del bikini blanco en el estacionamiento y
una vuelta momentánea a la playa, a la reposera, al mozo llevando el teléfono
con la mala noticia.
Después,
un breve racconto muestra una aparente tranquilidad en un aula mientras un
chiquito dibuja una cabeza atravesada por una cuchilla de carnicero, que mentirá
al decir que es un dibujo de un disfraz de carnaval que vio en la televisión;
que años más tarde mentirá aún más al definir sus obras como abstracción
figurativa, en las que insertaría imágenes truculentas como fondo esfumado de
op’s o de bordes rígidos. Así lograría sus quince minutos de fama, hasta que su
reputación caería en picada por los relatos de las modelos, que rápidamente
detectaron las intenciones casi criminales del realismo que pretendía lograr al
pedirles de forma muy enfática de prestarse a cortes y torturas al posar para
él.
Una imagen de café recién hecho, la
chica del bikini inspirándolo profundamente, junto al olor de las tostadas,
para espantar el mal momento.
Otra
vez la nena llorando a mares, de la mano de la madre enojada, que la tironea
mientras dice algo en un tono de reprimenda.
El
chico la mira por detrás de las lágrimas, que aumentan el tamaño de sus ojos
claros pero ponen todo el cuadro fuera de foco. Sabe que ella le está diciendo
que las cosas ya no van, que esperaba otra cosa, no, no hay otro; pero él no
puede escucharla. Un batido tremendo en medio de la cabeza le impide oírla.
Solamente oye un tambor, casi un émbolo, que dice te odio te odio te odio. Ella
sigue hablando de cosas que él no puede oír, y se pregunta cómo puede ser que
tenga tanto para decir. Él no para de temblar, e intenta tocarla con su mano
trémula, y ella lo aparta, sin violencia pero con firmeza, y entonces sí sabe
que ella dice ¿Qué hacés?
No
dejó de temblar en ninguna de las muchas cuadras que caminó hasta su casa. Ella
me dejó fue la única frase que dijo antes de meterse en la cama a llorar para
siempre ese primer dolor del amor. Ni cenó, ni desayunó, ni almorzó. Apenas
respondió sí a todos los ¿estás bien? que golpearon en la puerta, y que soportó dignamente sin
romperse; acaso mejor que su alma, que había quedado hecha jirones ahí en la
plaza, picoteados los pedacitos por las palomas, o pateados junto a las
piedritas por los pibes que jugaban a la pelota “¡Eh, verde!, ¡tomá, verde!”,
fue lo último que recordó; y recuerda nuevamente ahora, dos días después, o
veinte años, qué más da.
Un
fundido de la chica llorando en el piso, y el loquito que la aplasta
sosteniendo el cañón en su nuca.
La
nena, toda meada, llora y llora su triste situación mientras la mamá la arrastra
hacia ninguna parte, avergonzada de la chiquita que cayó en desgracia.
La
chica de la bikini blanca en el estacionamiento no puede esperar más. Sale del
auto, al sol, con sus anteojos negros que le tapan las lágrimas. La cámara gira
trescientos sesenta grados, lento, muestra cada detalle de los músculos de su
cara en tensión, las arrugas en la zona T que se hacen profundas como abismos,
los labios agazapados, y se detiene muy despacio como un tren que llega a la
estación, justo en el momento que ella grita La cámara achica el plano en los
ojos cubiertos por las lentes de sol, procura atravesar la negrura, meterse en
el pequeño espacio que va de la lente hasta la córnea. Solamente consigue irse
de foco. Vuelve despacio, pero ahora desde otro punto de vista: la mira
telescópica que busca el mejor punto para el impacto, aunque también se
entretiene observando a la chica, le gusta ver el subir y bajar de sus pechos
al compás de la respiración agitada por la furia, el detalle de las lágrimas de
ira que caen hacia los labios, igual que tiempo atrás, cuando la tuvo rabiando
contra el piso, con el arma fría a medio milímetro de la nuca, con el arma
caliente unos doce centímetros dentro. Pudo haberla matado aquella vez. Podría
matarla ahora.
La
nena meada llora desconsoladamente, no tanto por lo que le pasa, sino más bien
por el desprecio de la mamá, que insiste en pasarle toda la responsabilidad al
repetir una y otra vez te dije o no te dije que te aguantaras, eh. Contestá,
carajo.
Los
diarios y la televisión se repiten en la noticia del secuestro. Él se enfurece
porque se da cuenta de que están inventando. Tienen un pedacito apenas de
verdad, que seguramente obtuvieron con algún dinero en la oficina de
investigaciones de la policía, pero todo lo que dicen son mentiras.
La
mira telescópica busca un lugar, pero no se decide.
La
cámara va a negro.
Vuelve
en un living. Dos detectives, un hombre y una mujer, interrogan a una señora
mayor.
-
¿De dónde conocía su hija al sospechoso?
-
No estoy muy segura, creo que ella fue
modelo en uno de sus cuadros.
-
¿Él la llamaba por teléfono, o la visitaba?
-
Habló por teléfono un par de veces.
-
¿Usted habló con él?
-
Si.
-
¿Y de qué hablaron?
-
De nada, sólo preguntó por ella. Una vez le
dije que no estaba, y la otra le pasé con ella.
-
¿Y notó algo raro?
-
¿Cómo qué?
-
Alguna expresión en la voz, jadeos,
tartamudeos, cierta melancolía, cosas así.
-
No. Tenía una voz firme.
-
¿Agradable?
-
Sí.
-
¿Seductora?
-
¿Qué insinúa?
-
Digamos, ¿podría esa voz lograr que una
chica se excitara solo al escucharla?
-
No entiendo su pregunta.
-
¿Se excitaba usted al escuchar su voz?
-
¡Me ofende!
-
¿Se hubiera excitado a la edad de su hija?
-
¡Por favor, retírense!
-
Estos son nuestros números –dice la teniente
Astea. Su compañero se mantuvo en silencio, tomando notas–. Por favor llámenos
si quiere contarnos algo más, señora Berne.
La
habitación está desordenada. Hay ropa tirada, revistas viejas con las hojas
rotas, cortadas. Faltaban fotografías y algunas letras. En medio del montículo
de sábanas y mantas, el chico duerme o parece dormir su pena. Hace ya dos días que
está ahí, simplemente respondiendo sí cuando le preguntan si está bien. Pero ha
decidido morir de hambre. No contó con que derribarían la puerta y lo llevarían
al hospital, a inyectarle suero, a darle de comer de a poco. Casi cinco días
estuvo tirado en la cama, moviéndose apenas. Diez días estuvo internado. Tres
días más en recuperación en su casa. En ningún momento recibió un llamado ni
una visita de ella. Volvió al colegio mucho más flaco, más callado, con peores
notas. Supo que ella había muerto cuando intentaban rescatarla (tenía las
fotografías que había recortado de las revistas), mientras él estaba dejándose
morir (y con las letras había escrito Te Amo). Él no entendió del todo el
pedido de rescate de ella. Quiso morir antes. Quería morir ahora.
La
nena meada promete que matará a esa mujer desorbitada cuando tenga las fuerzas
suficientes.
La
cámara muestra a la chica de la bikini en el estacionamiento pero volviendo a
la playa al meterse en el tubo de la mira telescópica. El recuerdo la atormenta
y le duele pero ya no puede tener rabia.
El
noticiero anunciaba que en su edición de las 20:00 pasarán una cinta con una
escucha telefónica que podría dar un vuelco importante en la investigación del
secuestro. Él se ríe por la furia de saber que son todas mentiras las que van a
decir, que él no habló por teléfono con nadie, y golpea la pared con los puños
cuando descubre su voz al encargar una pizza. Ya es demasiado tarde, porque el
edificio está rodeado de policías. No puede creer que haya sido tan imbécil. Y
no puede aguantarse más. Eyacula sobre la espalda de la chica, que no para de
gritar. Y luego dispara.
Los
policías irrumpen en la habitación. Ella sigue gritando, desnuda y aterrada,
sin atreverse a mirar el cuerpo inmóvil de él en el medio de un charco de
sangre, y siente cómo se le escurre suavemente el recuerdo de aquel chico al
que dejó en una plaza porque no encontró una forma mejor de decirle que tenía
que rescatarla, o él no entendió la metáfora del príncipe; al tiempo que la golpea el de este loquito al
secuestrarla cuando lo amenazó con contarle a la madre, siente cómo se mojan
sus piernas al mearse otra vez del miedo, y siente cómo odia a su madre que no
pudo entender su urgencia cuando era apenas una nena, y tampoco cuando le dijo
que su novio abusaba de ella. Y ahora estaba ahí, con un loquito medio muerto
que todavía tiene tiempo de agarrar el arma y tirarle, justo entre los dos
policías que intentaban rescatarla.
La
chica del bikini atiende el teléfono:
-
Soy la teniente Astea, ¿quién habla?
-
La señora Berne.
-
¡La puta madre, señora Berne! Ya están
muertos los dos, su novio y su hija. ¿¡Por qué mierda no nos dijo nada cuando
la fuimos a ver!?
-
Estaba asustada.
-
¡La puta madre, señora Berne! Voy a hacer
todo lo que pueda para que se pudra en la cárcel.
-
Sí, ya lo sé.
Fernando
Diciembre, MMXXI