En las primeras páginas, antes incluso de que empiece la historia, ya sabemos de qué trata Hamnet, la novela de Maggie O’Farrell: de la muerte sorpresiva del hijo varón de William Shakespeare. Que Hamnet y Hamlet eran el mismo nombre. Que la tragedia Hamlet es un homenaje que el dramaturgo le hace a su hijo muerto. Entonces, se preguntará el lector desprevenido y enojado por habérsele estropeado (traducción de spoil) la anécdota, ¿para qué voy a leer algo que ya sé de qué se trata? ¿Fue a ver Titanic?, preguntamos. Sí. ¿Y para qué fue, a ver si el barco llegaba a Nueva York y todos felices y contentos? Tiene razón.
Hamnet es, ante todo, la historia de Agnes, madre del niño muerto. Y es ahí donde se centra la novela, en describir las sensaciones de esa mujer enamorada, alegre, encantadora y luego triste, atribulada, acongojada, furiosa, decepcionada. O’Farrell no ahorra palabras para mostrarnos los distintos estados por los que va pasando Agnes. La sigue de cerca todo el tiempo, casi hasta hacernos sentir su respiración, sus pensamientos.
No descuida, por cierto, a los demás personajes. También trabaja de manera minuciosa las emociones. Pero el despliegue que hace con la protagonista no tiene igual. Ni siquiera con Hamnet, o el esposo que, dicho sea de paso, nunca es nombrado por su nombre: se dice de él esposo, hijo, actor, autor, pero nunca se lo nombra.
Por momentos es imposible dejar de llorar mientras se acompaña a Agnes en el dolor. Y la escena final, cuando ella va al teatro, es definitivamente el punto más alto. Ahí nos cierran todas las preguntas que teníamos pendientes, a la vez que se abren otras, pero el sentido y la trama de la novela nos dejan con la boca abierta y las lágrimas fluyendo.
Fernando
Marzo, MMXX2
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