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viernes, 19 de marzo de 2021

Ya no hay hombres - Capítulo 14

 

Las fábricas de papel y de lápices producían regularmente, pero de pronto tuvieron un exceso de producción, ya que el usuario había caído en una especie de sopor y ya no escribía. Lo que encontraron escrito una tarde desconcertó a todos. Decía:

Cubrir las paredes con telas tejidas a mano durante un invierno atroz, con lana de alpaca o de vicuña teñida de colores vivos con colorantes vegetales de alta calidad.

Media hora después, buscar en el tinglado una manta de pelo de llama, para abrigarse cuando la noche se ponga tan fría como la luna que alumbra, solamente, el patio de tierra húmeda y con olor a hierbas que apenas asoman a la vida.


 

Casi simultáneamente, un manto de fabricación casera hará su aparición majestuosa cubriendo las piernas temblorosas luego de su primera carrera desenfrenada desde lo más profundo de los deseos, de los sueños de infancia en una habitación helada por sus paredes interminablemente blancas, llenas de huevos de insectos y arácnidos que conviven en su eterno deseo de exterminarse mutuamente; en telas de araña que, generalmente victoriosas ante moscas y abejas descuidadas, no han considerado la aparición de un bicho tremendo con miles de patas duras que aparecen abruptamente de un único cabo que las sostiene en lo alto, agitándose como posesos, hasta acabar con todo de un golpe burdo pero lo suficientemente certero como para arrastrar a vencedores y vencidos a un comenzar todo de nuevo cada noche, o cada semana, según sea la frecuencia con que esas piernas se encuentran con una felicidad atascada en una falsa epifanía fruto de un embotamiento a causa de una actividad cardiovascular frenética en un ir y venir de efluvios y humores sorprendidos por la aparición repentina de sales de sodio y ectoplasma que provienen de algunas sustancias ingeridas a la ligera y sin mucha consulta al prospecto o manual de instrucciones.

Todas cosas generalmente evitables de dar una mínima atención a los consejos y/o comentarios hechos una y otra y otra vez por los parientes cercanos, amistades, compañeros de ruta o bien pintados en paredes de baños públicos que recomiendan evitar alteraciones al curso natural de los encuentros celulares por medio de prácticas dificultosas hasta la ruptura de epitelios y mucosas que cubren de hematíes los cobertores noctámbulos a fuerza de esperanzas en la práctica contrapuesta con la realidad de los deseos.

Sin embargo, la fabricación casera de un cántulo no tiene por qué ser tan traumática. Sencillamente se puede lograr escuchando un arpegio repetido cuatro o cinco veces, cuando el ejecutante detecta el placer enorme en la platea que ha ido específicamente a sufrir el tal encantamiento, hasta que, de pronto, el cántulo está terminado, y quedan unos minutos para sonreír junto con el intérprete, mientras se escuchan de fondo los platillos en un ataque final, y la sonrisa propia se confunde con la ajena y el grito que se va en fade de un público en un estadio ignoto, o acaso un parque cerca de un lago que pronto habrá de congelarse para ser cruzado por hordas salvajes que acabarán con todo el placer del arpegio y lo reemplazarán por el sonido de la carne chirriando al ser desagarrada por la espada o por el sable.

Las artes inciertas acabarán por agotar la paciencia escasa del fabricante de cántulos caseros, que irremediablemente habrá de arrojarlos al arroyo sin ningún miramiento.


 

Arroyo abajo, en la confluencia con un río algo mayor, ese estropicio de cántulo será hallado, sin duda, por un espíritu inquieto, que lo convertirá en su talismán de la buena suerte por las mañanas blancas en días agitados, y lo lucirá con orgullo ante quien quiera verlo, con o sin fundillos, entre las 11 y las 13 y sin mirar mucho hacia arriba.

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