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miércoles, 26 de diciembre de 2018

En varias direcciones a la vez

Los árboles - Modesto Rimba - 2017

Una forma posible de encarar la reseña de Los árboles es tratar de ver en la novela qué nos dice sobre ella misma, ya que, desde el epígrafe de Saer, Los árboles se presenta como una escritura que va en distintos sentidos. Todos a la vez, claro, ya que de lo contrario no valdría la pena remarcar esto. Veamos un ejemplo de la página 142:
El tiempo corría de un modo diferente, se decía Valerio Gardini (h), cuando uno estaba así; ni más rápido, ni más lento, ni normal, diferente. Por ejemplo, seguía diciéndose, podía pasar y simultáneamente no pasar, como si se pareciese a las raíces de un árbol: unas más delgadas, otras gruesas, algunas profundas, algunas casi al ras de la tierra –que era, para Valerio Gardini (h), el ras de la tierra, se entiende, el tiempo normal–, y él iba y venía por ellas.  Era así: como si perdiera la consciencia de su paso.
Decíamos que con esta cita la novela de Hugo Correa Luna se autodefine: es una escritura que va y viene por sus propias raíces, va a lo profundo para luego ramificarse en las alturas, y sube y baja por el tronco, desde el cielo hasta lo más hondo de la tierra. Es que el árbol simboliza, entre otras cosas, el eterno renacer: después del invierno, esas ramas secas, yermas, vuelven a brotar y a cubrirse de verde. Pero ¿cómo describir un árbol en su totalidad?
En un sentido estricto, el héroe tendría que dejar de vivir para poder escribir, de lo contrario, nunca sería capaz de ponerse al día. Si quisiera ser exhaustivo, además debería incluir en su biografía el acto de escribir esa biografía … Narrar es un intento de plasmar de forma secuencial una realidad que no es secuencial en absoluto. [1]
Esto mismo parece decirnos la novela un poco más adelante:
Naturalmente, como pasa con los sueños, no conseguía recordar nada fidedigno, por momentos le parecía que sí, pero cuando lo ponía en palabra sabía que no, que no era así como lo estaba diciendo. Y pensaba que si sabía que no era así, así como le estaba diciendo, entonces quería decir que sí lo recordaba, sí. Es pero no es, pensó en seguida. Los sueños tienen esas cosas, les comentaría más tarde al Turco Bezerra, a Panizza y al Gringo Lódola, todavía extrañado: son pero no son.
Ahora bien, por más que aquí se hable de un sueño, que de por sí suelen tener una lógica bastante alocada, ¿no pasa lo mismo con la realidad, con lo que llamamos realidad? Pretender plasmar de forma secuencial una realidad que no es secuencial en absoluto, como dice Eagleton, es casi un absurdo. Tal vez por ser consciente de ello es que Los árboles empieza con una dedicatoria y epígrafe de Juan José Saer, que tan bien mostró ese intento de ir en diversas direcciones a la vez con su escritura:
AMANECE
Y YA ESTÁ CON LOS OJOS ABIERTOS
Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos que vienen desde la otra orilla del río. La voz de los gallos viene de muchas direcciones. Con los ojos abiertos, echado de espaldas, las manos cruzadas flojas sobre el abdomen, Wenceslao no oye nada salvo el tumulto oscuro del sueño, que se retira de su mente como cuando una nube negra va deslizándose en el cielo y deja ver el círculo brillante de la luna; no oye nada, porque cincuenta años de oír en el amanecer la voz de los gallos, de los perros y de los pájaros, la voz de los caballos, no le permiten en el presente escuchar otra cosa que no sea el silencio.[2]
Los árboles - Modesto Rimba - 2017

Otro recurso del que se vale Correa Luna para esta cuestión de mostrar varios planos simultáneamente es poner a reflexionar a un personaje que, después de uno o varios párrafos, vuelve al lugar de partida. En Los árboles, por ejemplo, entre las páginas 68 y 69, don Antonio piensa en su mujer, Tita, en el viaje que la alejó de él, en si los hijos separan a las parejas, si es mejor no tenerlos. Abre y cierra casi con la misma frase:
No habían sido, pues / por lo tanto, semanas fáciles para Marchiarena, que había andado de aquí para allá, desasosegado, en definitiva. Y quizás sea este el desasosiego de querer narrar esa realidad huidiza[3]:
Pero además, la pregunta del padre Lima –de apariencia tan inocente, tan desinteresada, por así decir, aunque lo que revelara fuese un interés humano, una mera curiosidad, pero que se ubica en el límite entre el mundo de Dios y el de los hombres–, la pregunta del padre Lima le devolvió además, entonces, las urgencias teológicas que lo habían asaltado al salir de la misa del domingo –quizá, pensó Valerio Gardini (h) al darse cuenta de ello, también esa hubiera sido la causa del mal dormir–, esas urgencias, pues, que le asaltaban la consciencia, a saber: si quien acostumbra comulgar cada domingo disminuye a los ojos del Señor cuando falta por una vez al hábito, y si no hay soberbia, además, por otro lado, en ello, puesto que la razón, así, está postulando un Dios domesticado por la costumbre del feligrés. Todo eso lo paralizaba ante el bondadoso sacerdote, y sólo atinó a mirar su reloj desacomodadamente y sintió, al mismo tiempo, que al hacerlo, al mirar con descortesía el reloj, ofendía su ministerio y estaba, de esa manera, como quien dice, entre que me voy y que me quedo. (Págs. 86-87)
Lo que aquí nos muestra Los árboles es que la intención de contar la simultaneidad de los hechos se choca con lo fragmentario de la realidad vista por una sola persona: en efecto, uno no puede abarcarlo todo, ni siquiera contarlo, como se ha dicho. Por eso recurre a una prosa fragmentada, que junta pedacitos de realidad entre comas, guiones, cambios de tiempo y, extrañamente, sin paréntesis. Se vale de una escritura que, para lograr ese efecto de contarlo todo a un tiempo, lo que sabe y lo que no, lo que pasa o podría pasar, lo lleva, como quien amasa, para un lado, para el otro, hace un bollo y lo vuelve a estirar.
Tal vez quede también dicho nítidamente casi al final:
La fiesta –pensó entonces, sin melancolía (*)– [4]había alcanzado su clímax antes de que llegasen los invitados. No era que lo que seguía no importara, pero tal vez, en realidad, no importara verdaderamente: acaso todo el esfuerzo había sido necesario para lograr ese instante.

Hugo Correa Luna

Fernando Berton
2018


[1] Eagleton, Terry; Cómo leer literatura; Ariel; 2016; Buenos Aires; Págs. 130 / 131
[2] Saer, Juan José; El limonero real;Planeta; Buenos Aires; 2002; Pág. 7
[3] Comparar con el discurso de Giulio Padova en El enigma de Herbert Hjortsberg; El Cobre; Buenos Aires; 2005; Páginas 203 a 206
[4] Valerio Gardini (h)

jueves, 20 de diciembre de 2018

Bordes filosos o bordes redondeados



Hace unos días entré a una librería a preguntar por un libro y me tomó por asalto Rejas, de Walter Lezcano. De modo que no resistí el asalto, y convertí unos pesos en literatura. Es decir, cambié unos papeles por otros. Yo no sé si ahora puedo pagar un almuerzo con Rejas, pero de pronto sé que me gustó leerlo.

Así como pasa con la novela Luto, de Edgardo Scott, Rejas es un cuento de “policiales”. No hay un enigma que tengamos que resolver, ni se nos plantea un crimen atroz que tendrá consecuencias nefastas para la humanidad. Nada de eso. Simplemente hay un hecho delictivo que desemboca en una decisión de enrejar una casa que sí tendrá consecuencias para una familia común, corriente, del montón. “Cabeza”, me animo a creer que diría el mismísimo Lezcano.

Rejas encaja en esa literatura de lo cotidiano, que tiene mucho de vivencia, de autobiográfico disfrazado de literatura. En alguno  de los diarios (creo que en el tercero, ya no recuerdo bien) Emilio Renzi nos dice que la literatura es contar la vida personal como si no lo fuera.  En Mandinga de amor, Luciana de Mello parece hacer exactamente eso: nos cuenta una historia de frontera, en la que la protagonista busca sus orígenes, acaso busca venganza, pero más que nada busca contar algo que le pasó y que no encuentra mejor modo de hacerlo que en una novela.

Yo no sé si a Walter Lezcano lo robaron alguna vez, y si acaso tuvo que enrejar su casa. Ni siquiera sé si tiene una casa. Pero sí sé que sabe tomarle el pulso a esa realidad del día a día que nos abruma a todos. Con una escritura sencilla, Rejas logra hacernos pensar en qué carajo nos pasa a los que vivimos libres que tenemos que estar tras las rejas para sentirnos seguros, pero que daríamos lo que no tenemos para no ir presos. O tras las “rejas”, como quien dice.

Está muy bien que este cuento nos muestre una realidad que se nos plantea esquiva: no queremos creer que vivimos atolondrados por una seguridad del candado y la cerradura y que los chorros, los verdaderos chorros, se cagan de risa de nuestras preocupaciones.

Si yo tuviera una visión conspirativa del mundo diría que Rejas nos induce a pensar que los chorros laburan para las empresas de seguridad, para los herreros, para los fabricantes de candados y tantas otras cosas que ya han dicho otros antes y mejor, como un tal Marx, Carlos en su breve texto “Elogio del crimen”, que nos dice:

EI filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etc. EI delincuente produce delitos. Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama de producción y el conjunto de la sociedad y ello nos ayudará a sobreponernos a muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce: además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una "mercancía". Lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional, aparte de la fruición privada que, según nos hace ver, un testigo competente, el señor profesor Roscher, el manuscrito del compendio produce a su propio autor.

EI delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc., y, a su vez, todas estas diferentes ramas de industria que representan otras tantas categorías de la división social del trabajo; desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de satisfacerlas. Solamente la tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos, a gran número de honrados artesanos.

Para terminar, digamos que esta narración de Walter Lezcano no plantea así directamente estas cuestiones ya que no es un estudio sociológico. Es simplemente literatura, que se encarga de poner frente a nuestros ojos la vida cotidiana, y las preguntas que necesariamente tenemos que hacernos cuando nos damos cuenta de que fuimos víctimas, una vez más, de un sistema que nos induce todo el tiempo a comprar, ya sea una tele que nos dirá que vivimos inseguros, como una reja que nos hará creer, por un efímero instante, que hemos conjurado el peligro.


Fernando Berton
Diciembre, MMXVIII 

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