Los árboles - Modesto Rimba - 2017 |
Una forma posible de encarar la reseña de Los árboles es tratar de ver en la novela qué nos dice sobre ella
misma, ya que, desde el epígrafe de Saer, Los
árboles se presenta como una escritura que va en distintos sentidos. Todos
a la vez, claro, ya que de lo contrario no valdría la pena remarcar esto.
Veamos un ejemplo de la página 142:
El tiempo corría de un modo diferente, se decía Valerio
Gardini (h), cuando uno estaba así; ni más rápido, ni más lento, ni normal,
diferente. Por ejemplo, seguía diciéndose, podía pasar y simultáneamente no
pasar, como si se pareciese a las raíces de un árbol: unas más delgadas, otras
gruesas, algunas profundas, algunas casi al ras de la tierra –que era, para
Valerio Gardini (h), el ras de la tierra, se entiende, el tiempo normal–, y él iba y venía por ellas. Era así: como si perdiera la consciencia de su
paso.
Decíamos que con esta cita la novela de Hugo Correa Luna se autodefine: es
una escritura que va y viene por sus propias raíces, va a lo profundo para
luego ramificarse en las alturas, y sube y baja por el tronco, desde el cielo
hasta lo más hondo de la tierra. Es que el árbol simboliza, entre otras cosas,
el eterno renacer: después del invierno, esas ramas secas, yermas, vuelven a
brotar y a cubrirse de verde. Pero ¿cómo describir un árbol en su totalidad?
En un sentido estricto, el héroe tendría que dejar de
vivir para poder escribir, de lo contrario, nunca sería capaz de ponerse al
día. Si quisiera ser exhaustivo, además debería incluir en su biografía el acto
de escribir esa biografía … Narrar es un intento de plasmar de forma secuencial
una realidad que no es secuencial en absoluto. [1]
Esto mismo parece decirnos la novela un poco más adelante:
Naturalmente, como pasa con los sueños, no conseguía
recordar nada fidedigno, por momentos le parecía que sí, pero cuando lo ponía
en palabra sabía que no, que no era así como lo estaba diciendo. Y pensaba que
si sabía que no era así, así como le estaba diciendo, entonces quería decir que
sí lo recordaba, sí. Es pero no es, pensó en seguida. Los sueños tienen esas cosas,
les comentaría más tarde al Turco Bezerra, a Panizza y al Gringo Lódola,
todavía extrañado: son pero no son.
Ahora bien, por más que aquí se hable de un sueño, que de por sí suelen
tener una lógica bastante alocada, ¿no pasa lo mismo con la realidad, con lo
que llamamos realidad? Pretender plasmar de forma secuencial una realidad que
no es secuencial en absoluto, como dice Eagleton, es casi un absurdo. Tal
vez por ser consciente de ello es que Los
árboles empieza con una dedicatoria y epígrafe de Juan José Saer, que tan
bien mostró ese intento de ir en diversas direcciones a la vez con su
escritura:
AMANECE
Y YA ESTÁ CON LOS OJOS ABIERTOS
Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los
gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que
suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito,
que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba,
respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos
que vienen desde la otra orilla del río. La
voz de los gallos viene de muchas direcciones. Con los ojos abiertos,
echado de espaldas, las manos cruzadas flojas sobre el abdomen, Wenceslao no
oye nada salvo el tumulto oscuro del sueño, que se retira de su mente como
cuando una nube negra va deslizándose en el cielo y deja ver el círculo
brillante de la luna; no oye nada, porque cincuenta años de oír en el amanecer
la voz de los gallos, de los perros y de los pájaros, la voz de los caballos,
no le permiten en el presente escuchar otra cosa que no sea el silencio.[2]
Los árboles - Modesto Rimba - 2017 |
Otro recurso del
que se vale Correa Luna para esta cuestión de mostrar varios planos
simultáneamente es poner a reflexionar a un personaje que, después de uno o
varios párrafos, vuelve al lugar de partida. En Los árboles, por ejemplo, entre las páginas 68 y 69, don Antonio piensa
en su mujer, Tita, en el viaje que la alejó de él, en si los hijos separan a
las parejas, si es mejor no tenerlos. Abre y cierra casi con la misma frase:
No habían sido, pues / por lo tanto, semanas fáciles para
Marchiarena, que había andado de aquí
para allá, desasosegado, en definitiva. Y quizás sea este el desasosiego de querer narrar esa
realidad huidiza[3]:
Pero además, la pregunta del padre Lima –de apariencia
tan inocente, tan desinteresada, por así decir, aunque lo que revelara fuese un
interés humano, una mera curiosidad, pero que se ubica en el límite entre el
mundo de Dios y el de los hombres–, la pregunta del padre Lima le devolvió
además, entonces, las urgencias teológicas que lo habían asaltado al salir de
la misa del domingo –quizá, pensó Valerio Gardini (h) al darse cuenta de ello,
también esa hubiera sido la causa del mal dormir–, esas urgencias, pues, que le
asaltaban la consciencia, a saber: si quien acostumbra comulgar cada domingo
disminuye a los ojos del Señor cuando falta por una vez al hábito, y si no hay
soberbia, además, por otro lado, en ello, puesto que la razón, así, está
postulando un Dios domesticado por la costumbre del feligrés. Todo eso lo
paralizaba ante el bondadoso sacerdote, y sólo atinó a mirar su reloj
desacomodadamente y sintió, al mismo tiempo, que al hacerlo, al mirar con
descortesía el reloj, ofendía su ministerio y estaba, de esa manera, como quien
dice, entre que me voy y que me quedo. (Págs. 86-87)
Lo que aquí nos
muestra Los árboles es que la
intención de contar la simultaneidad de los hechos se choca con lo fragmentario
de la realidad vista por una sola persona: en efecto, uno no puede abarcarlo
todo, ni siquiera contarlo, como se ha dicho. Por eso recurre a una prosa
fragmentada, que junta pedacitos de realidad entre comas, guiones, cambios de
tiempo y, extrañamente, sin paréntesis. Se vale de una escritura que, para
lograr ese efecto de contarlo todo a un tiempo, lo que sabe y lo que no, lo que
pasa o podría pasar, lo lleva, como quien amasa, para un lado, para el otro,
hace un bollo y lo vuelve a estirar.
Tal vez quede
también dicho nítidamente casi al final:
La fiesta –pensó entonces, sin melancolía (*)– [4]había
alcanzado su clímax antes de que llegasen los invitados.
No era que lo que seguía no importara, pero tal vez, en realidad, no importara
verdaderamente: acaso todo el esfuerzo había sido necesario para lograr ese
instante.
Hugo Correa Luna |
Fernando Berton
2018
[1] Eagleton, Terry; Cómo leer literatura; Ariel; 2016; Buenos Aires; Págs. 130 / 131
[2] Saer, Juan José; El limonero real;Planeta; Buenos Aires; 2002; Pág. 7
[3] Comparar con el discurso de Giulio Padova
en El enigma de Herbert Hjortsberg; El
Cobre; Buenos Aires; 2005; Páginas 203 a 206
[4] Valerio Gardini (h)
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