Cuatro mil lanzas despuntan el desierto en medio del griterío
y el polvo de los cascos. La mujer está parada en la puerta, se retuerce las
manos en el delantal, y mira a la distancia, sin entender. El marido ha ido a
buscar su carabina, con la hueca ilusión de repeler al malón. El sol descorre una nube y da en los ojos de
la mujer, parada en el vano de la puerta, encandilada, sin entender.
Ya ha sufrido un malón antes. ¿Quince, veinte años atrás? No
lo recuerda. Solamente siente el mismo pinchazo en el corazón que cuando el
hereje le arrebató a su único hijo. Y grita como gritó entonces. Como cuando el
niño salió de sus entrañas.
Bastan unos minutos para que todo sea desorden, chillidos,
resoplar de caballos, cuerpos atravesados por las lanzas. La carabina levantada
por un salvaje no ha disparado un tiro, siquiera.
La mujer no se ha movido. Llora en silencio. Las lágrimas
surcan el polvo de las mejillas como la lluvia el suelo rajado por el sol y la
sequía. El sol no le permite ver la figura del indio que la mira desde su
flete. Ella le pide que la lleve con su chiquito. No sabe si él puede entender
las palabras que ella dice con voz suave, como si le hablara a su pequeño hijo,
el que se llevó el malón. A su hijo recuperado por un instante hacía unos años
y que luego escapó de nuevo al desierto. Ella no sabe si él puede oírla, y ella
no puede verlo, obnubilada por el sol y el llanto.
Le pide al indio que la lleve.
Solo escucha un grito que sale de lo profundo del invasor
cuando cae sobre ella, y un pinchazo en el corazón hecho con un cuchillito de
mango de asta.
(Basado en el cuento "El Cautivo", de Jorge Luis Borges)
Fernando Berton
Setiembre 2016
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