Pero hoy no. Es más, hay bastante sol, y hace calor para la hora de la mañana que es y la altura del año en la que estamos.
De alguna manera, un lunes con sol te levanta un poco el ánimo, como si la vida siempre fuera hermosa, jamás tuviésemos un problema y nada de lo que podríamos haber esgrimido para cometer una torpeza inigualable pudiera ahora tener un mínimo de sentido.
Entonces la lectura en el andén hasta que llegue el tren parece más fácil (hay más luz, también, y eso facilita la lectura a quien usa anteojos de forma permanente), y las páginas avanzan más rápido.
Y de pronto, el clásico cornetazo que indica que ha llegado el momento del estrujamiento, la lucha cuerpo a cuerpo, la mirada fiera y el contacto repentino con una masa que pugna por salir mientras el silbato del guarda parece indicar el final del partido, ya está, será la próxima.
Pero cuál no sería la sorpresa al ver el vagón vacío. Nadie. Hacia adelante, hacia atrás. Nada.
Apenas se alcanza a divisar una silueta por allá al fondo, que acaso sea otro que mira con descreimiento el fenómeno.
El silencio se hace profundo. El silbato suena y las puertas se cierran, casi como cualquier día. Hay un murmullo, risitas nerviosas, codos que codean y dedos que pellizcan. ¿Será este el final? ¿Es el último tren? ¿Entrará, de pronto, en un túnel de luz y veremos los aquí presentes desfilar una a una nuestras vivencias como pasadas rapidito en un pauerpoint?
La respuesta, si no es del más allá, en nuestra próxima entrada.
¡Salud!
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