¡Pandemia, dejá eso, carajo! ¡A la cucha! ¡Chuuu, a la cucha!
Ufff, maldito Husky. De todas las cosas que podía romper justo fue a agarrar esta carta. No queda nada, apenas las últimas líneas. No puedo salir de este silencio, que tiene memoria. Y en ella estás. Adiós.
Sé que la carta estaba fechada en Anchorage, pocos días después de que se fue del Parque Nacional y Reserva Kluane, en el Territorio de Yukón. Sé que decía que le cansaba mirar los 5959 m de altura del Monte Logan. Que no sabía bien qué le pasaba, que tal vez todo era como el Monte Logan, que se había quedado a 41 m de tener seis mil de alto. ¡Cuarenta y un metros! Menos de media cuadra, cinco para el peso. Así se sentía, que no había podido llegar a entender qué hacíamos ahí. O mejor, que no sabía qué me pasaba, que solamente la quería como compañera de trabajo. No pretendía nada más que un cariño más profundo, poder compartir una siesta aunque más no fuera. Pero no, ahí estaba yo, había hecho todo bien, pero me quedé a cuarenta y un metros.
Tengo grabada en la retina la mañana en que agarró el trineo, los perros, provisiones y abrigos y se fue. Me dijo que me avisaría cuando llegara a Anchorage, y que de alguna manera me iba a mandar de vuelta todo, salvo las provisiones. Quería volver a Buenos Aires, o Córdoba o Junín, pero ya tenía suficiente de nieve, de días extremadamente cortos o excesivamente largos, generalmente nublados, con poco sol y que, por cierto, la cima del Logan se veía pocas veces al año.
Pandemia me mira desde su lugar bajo la mesa. Está tendido de panza, con la cabeza apoyada en las patas delanteras, los ojos apenas abiertos. Por momentos, gime despacito. Yo lo miro desde el sofá, mientras termino un whisky, con los ojos apenas abiertos y gemidos apagados. Después de un rato me levanto y lo llamo, salimos a caminar. Ya las pocas horas de luz se van acabando, así que aprovechamos a juntar algo de leña, a buscar y traer una rama. Cuando volvemos, yo cargo una bolsa grande con leña, y Pandemia tira de su carrito con esquíes con los troncos más gruesos. Va a buen paso y parece disfrutar de la caminata: da pequeños saltitos cada tanto y gruñe con satisfacción cuando le rasco un poco atrás de las orejas.
En el porche me quedo un instante para fumar una pipa. Miro hacia el horizonte, que apenas se distingue entre la bruma y la nieve. De pronto Pandemia sale corriendo, se detiene y me mira, vuelve a correr, como llamándome. ¿Qué ha visto? Entorno los ojos. En el silencio del crepúsculo se escuchan los aullidos de una jauría que tira de un trineo.
Fernando
Diciembre, MMXX
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