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martes, 23 de octubre de 2018

Ocaso, lamento, tribulaciones


Ciertos atardeceres de noviembre tienen el consuelo de no ser tan calurosas como presagió la tarde que serían. Un viento leve, una curva en la nubosidad, una disminución de trabajo hacen que el ambiente sea más respirable.
Así es que uno puede ir por donde va sin que se pregunte mucho para qué, con qué objetivo, si hay algún lugar específico que quiera revisar, o poner de relieve frente a cosas que no se dicen.
Por ejemplo, decir textualmente lo que el personaje no dijo. Lexicalizar lo no dicho, como en Tres monedas de Jorge Consiglio. No recuerdo haber leído algo así.
Pero qué se yo, no tenía mucha idea de lo que quería decir. Solamente que está de más toda esta tarde. Escucho voces que no me interesan. Espero la hora de irme, de caminar un poco, de tomar un café por ahí (aunque sea virtual), sacar alguna foto.
Algo de eso pude hacer después del almuerzo, fui a buscar el sobre del aeropuerto, pero tuve que volver a la oficina, a las voces, al mundo que no quiero pero que es el que me permite mantenerme hasta mediados de mes, aproximadamente.
No es que me queje de todo todo el tiempo, supongo que no es posible vivir de esa manera, pero tampoco quiero aceptar todo todo el tiempo sin chistar, sin pensar. Me parece que la cuestión está ahí, en que nos pidan aceptar sin pensar, porque a medida que pensamos nos damos cuenta de la manera en que somos coartados para hacer lo que nos piden.
El gran triunfo del capitalismo moderno es haber inventado una sociedad súper individualista para que todos hagamos lo que ellos quieren: consumir. Escuchamos a cada rato que hay que respetar al otro, que cada uno quiere ser quién es, que hay que hacer lo que nos dé la gana y cosas por el estilo. Y al rato los vemos salir corriendo a comprar un disco de Maluma, a usar pantalones rotos (nuevos, claro, rotos de viejos no se aceptan), a morir en el intento de llegar a lo más alto de la pirámide cuando sabemos que en los últimos cinco metros nos van a tirar aceite o algo para que no lleguemos. Y la caída será final.
Yo hasta aquí llegué. Sé que me estoy comprando un problema enorme porque lo poco que gano para llegar a mitad de mes viene de acá. Pero la verdad es que no tengo más ganas. No era este el futuro que yo esperaba cuando era chico y nos decían que en el año 2000 el mundo iba a ser muy tecnológico y todo lo haríamos apretando un botón. Algo de eso hay, pero también es mucho más injusto, sigue habiendo gente con hambre aun cuando los cultivos y las granjas hacen crecer más plantas y animales que nunca antes en la historia de la humanidad.
Y sin embargo, seguimos siendo crueles con los que hablan otra lengua, tienen algún defecto físico, son mujeres, de Boca, vegetarianos, descendientes de los asirios, lectores de novelas románticas o pensadores free lance para las grandes cadenas de medios de comunicación. No hemos logrado ni un poco de amor por los otros sino es para sacarles plata. Esa poca que ganan para llegar a mitad de mes y que se va en impuestos, en servicios, en pasajes.
Yo hasta aquí llegué, insisto. No me pidan mucho más que esto.
Sigo adelante porque tengo razones de índole afectiva: hijos, mujer, amigos, algún deseo de leer cosas nuevas y escribir algo interesante alguna vez. Me gustaría asistir a la presentación de un libro mío como la gran cosa, aunque sé que es solamente una tarde, un momento efímero que se desvanece tan pronto como llega la hora de cerrar. Pero sería la culminación de todo el proceso de la escritura, de haber dado con alguien que quiera publicarlo, de encontrar una voz ahí donde no estaba, de volver a sentir en la sangre esa corporeidad intangible que se produce cuando imaginamos una situación y se va materializando en una sucesión de palabras y oraciones y párrafos hasta que cerramos con una sonrisa, con una firma y una dedicatoria a esa mano trémula que sostiene su ejemplar y lo observa con ojos huidizos y nerviosos.
Eso es. Salir a caminar despacio (antes del epoc podía un poco más rápido), sentir el sol en la cara y fruncir el ceño, cambiar el rumbo de manera inesperada en una esquina cualquiera y dar con un árbol en el instante previo a reverdecer, algo más lento que los otros, quizá por su enorme tamaño, quizá por su enorme edad que hace que esté más lento. Quizá porque es su ciclo vital así y nada de lo anterior es válido.
Hasta acá llegué, entonces. No tengo mucho más  para dar. Simplemente me iré repitiendo año tras año, después de morir un poco, como los árboles.


Fernando
MMXVIII

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