Ciertos
atardeceres de noviembre tienen el consuelo de no ser tan calurosas como
presagió la tarde que serían. Un viento leve, una curva en la nubosidad, una
disminución de trabajo hacen que el ambiente sea más respirable.
Así es que uno
puede ir por donde va sin que se pregunte mucho para qué, con qué objetivo, si
hay algún lugar específico que quiera revisar, o poner de relieve frente a
cosas que no se dicen.
Por ejemplo,
decir textualmente lo que el personaje no dijo. Lexicalizar lo no dicho, como
en Tres monedas de Jorge Consiglio.
No recuerdo haber leído algo así.
Pero qué se
yo, no tenía mucha idea de lo que quería decir. Solamente que está de más toda
esta tarde. Escucho voces que no me interesan. Espero la hora de irme, de
caminar un poco, de tomar un café por ahí (aunque sea virtual), sacar alguna
foto.
Algo de eso
pude hacer después del almuerzo, fui a buscar el sobre del aeropuerto, pero
tuve que volver a la oficina, a las voces, al mundo que no quiero pero que es
el que me permite mantenerme hasta mediados de mes, aproximadamente.
No es que me
queje de todo todo el tiempo, supongo que no es posible vivir de esa manera,
pero tampoco quiero aceptar todo todo el tiempo sin chistar, sin pensar. Me
parece que la cuestión está ahí, en que nos pidan aceptar sin pensar, porque a
medida que pensamos nos damos cuenta de la manera en que somos coartados para
hacer lo que nos piden.
El gran
triunfo del capitalismo moderno es haber inventado una sociedad súper
individualista para que todos hagamos lo que ellos quieren: consumir.
Escuchamos a cada rato que hay que respetar al otro, que cada uno quiere ser
quién es, que hay que hacer lo que nos dé la gana y cosas por el estilo. Y al
rato los vemos salir corriendo a comprar un disco de Maluma, a usar pantalones
rotos (nuevos, claro, rotos de viejos no se aceptan), a morir en el intento de
llegar a lo más alto de la pirámide cuando sabemos que en los últimos cinco
metros nos van a tirar aceite o algo para que no lleguemos. Y la caída será
final.
Yo hasta aquí
llegué. Sé que me estoy comprando un problema enorme porque lo poco que gano
para llegar a mitad de mes viene de acá. Pero la verdad es que no tengo más
ganas. No era este el futuro que yo esperaba cuando era chico y nos decían que
en el año 2000 el mundo iba a ser muy tecnológico y todo lo haríamos apretando
un botón. Algo de eso hay, pero también es mucho más injusto, sigue habiendo
gente con hambre aun cuando los cultivos y las granjas hacen crecer más plantas
y animales que nunca antes en la historia de la humanidad.
Y sin embargo,
seguimos siendo crueles con los que hablan otra lengua, tienen algún defecto
físico, son mujeres, de Boca, vegetarianos, descendientes de los asirios,
lectores de novelas románticas o pensadores free
lance para las grandes cadenas de medios de comunicación. No hemos logrado
ni un poco de amor por los otros sino es para sacarles plata. Esa poca que
ganan para llegar a mitad de mes y que se va en impuestos, en servicios, en
pasajes.
Yo hasta aquí
llegué, insisto. No me pidan mucho más que esto.
Sigo adelante
porque tengo razones de índole afectiva: hijos, mujer, amigos, algún deseo de
leer cosas nuevas y escribir algo interesante alguna vez. Me gustaría asistir a
la presentación de un libro mío como la gran cosa, aunque sé que es solamente
una tarde, un momento efímero que se desvanece tan pronto como llega la hora de
cerrar. Pero sería la culminación de todo el proceso de la escritura, de haber
dado con alguien que quiera publicarlo, de encontrar una voz ahí donde no
estaba, de volver a sentir en la sangre esa corporeidad intangible que se
produce cuando imaginamos una situación y se va materializando en una sucesión
de palabras y oraciones y párrafos hasta que cerramos con una sonrisa, con una
firma y una dedicatoria a esa mano trémula que sostiene su ejemplar y lo
observa con ojos huidizos y nerviosos.
Eso es. Salir
a caminar despacio (antes del epoc podía un poco más rápido), sentir el sol en
la cara y fruncir el ceño, cambiar el rumbo de manera inesperada en una esquina
cualquiera y dar con un árbol en el instante previo a reverdecer, algo más
lento que los otros, quizá por su enorme tamaño, quizá por su enorme edad que
hace que esté más lento. Quizá porque es su ciclo vital así y nada de lo
anterior es válido.
Hasta acá llegué, entonces. No tengo mucho más para dar. Simplemente me iré repitiendo año
tras año, después de morir un poco, como los árboles.
Fernando
MMXVIII
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