(Esto es una imitación lisa y llana de un texto que he sugerido leer en Google + hace un tiempo, y que el lector inquieto sabrá encontrar; y el que no , se quedará con las ganas.
Podrás ver, querido e inquieto lector, una entrevista a Julio Cortázar que dan, cada tanto, por el canal Encuentro, y en la que el propio Julio explica por qué escribió 62 modelo para a(r)mar. Que no es otra cosa que una explicación de por qué escribió Rayuela.
Ya sé que no me parezco ni un poco a Cortázar, no hace falta que me lo digas. Pero tampoco voy a claudicar y a explicar así por que sí de dónde saqué este texto, que, aunque imitado, no es copiado, lo escribí yo solito, no me lo dictó nadie. O sea que tiene un mérito).
Salud.
La fotografía que ilustra este texto también la saqué yo. Como casi todas las de este blog, salvo las de Salud y alguna que otra perdida por ahí.
Podrás ver, querido e inquieto lector, una entrevista a Julio Cortázar que dan, cada tanto, por el canal Encuentro, y en la que el propio Julio explica por qué escribió 62 modelo para a(r)mar. Que no es otra cosa que una explicación de por qué escribió Rayuela.
Ya sé que no me parezco ni un poco a Cortázar, no hace falta que me lo digas. Pero tampoco voy a claudicar y a explicar así por que sí de dónde saqué este texto, que, aunque imitado, no es copiado, lo escribí yo solito, no me lo dictó nadie. O sea que tiene un mérito).
Salud.
La fotografía que ilustra este texto también la saqué yo. Como casi todas las de este blog, salvo las de Salud y alguna que otra perdida por ahí.
Sin
embargo, la fabricación casera de un cántulo no tiene por qué ser tan
traumática. Sencillamente se puede lograr escuchando un arpegio repetido cuatro
o cinco veces, cuando el ejecutante detecta el placer enorme en un público que
ha ido específicamente a sufrir el tal encantamiento, hasta que, de pronto, el
cántulo queda terminado, y quedan unos minutos para sonreír junto con el
intérprete, mientras se escuchan de fondo los platillos en un ataque final, y
la sonrisa propia se confunde con la ajena y el grito que se va en fade de un
público en un estadio ignoto, o acaso un parque cerca de un lago que pronto
habrá de congelarse para ser cruzado por hordas salvajes que acabarán con todo
el placer del arpegio y lo reemplazarán por el sonido de la carne chirriando al
ser desagarrada por la espada o por el sable.
Las
artes inciertas acabarán por agotar la paciencia escasa del fabricante de
cántulos caseros, que irremediablemente habrá de arrojarlos al arroyo sin
ningún miramiento.
Arroyo
abajo, en la confluencia con un río algo mayor, ese estropicio de cántulo será
hallado, sindudamente, por un espíritu inquieto, que lo convertirá en su
talismán de la buena suerte por las mañanas blancas en días agitados, y lo
lucirá con orgullo ante quien quiera verlo, con o sin fundillos, entre las 11 y
las 13 y sin mirar mucho hacia arriba.