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jueves, 30 de agosto de 2012

Una gran historia de amor II


       De Puerto Madero hemos llegado a Ayacucho y Corrientes. Ahí, encontramos una posible continuación de la más grande historia de amor del universo, donde se hace una declaración fundamental: Tu heres ermosa (licencia poética).

       En la entrada anterior dije que volvería sobre este tema un poco mejor. Promesa cumplida a medias, vuelvo sobre el tema y aporto un otro capítulo. Pero, sinceramente, no me parece que esté yendo mejor.

      De todas maneras, he dado con este nuevo capítulo del amor escrito en las paredes, o en el piso, con esténcil.
     
      Estoy tratando de escribir una novela antes del 18 de septiembre, y mientras tanto, he comenzado a leer, hoy, 4 libros distintos. Cristinacha, Acapulco Gold, El Club de las Necrológicas y No queda más que viento. Además de estar leyendo desde antes El Testigo. Y he sacado 2 o 3 fotos hoy, sin mucho entusiasmo, porque ando con poca batería en la cámara y parece que está difícil recargarla.

     Mientras tanto, se me aparece en sueños la historia de amor más grande del universo, y no deja de perturbarme. Los veo yendo de aquí para allá, disfrutándose, sintiéndose los seres más felices, recorriéndose los labios con los labios, dibujando sonrisas en todas partes, exacerbando los sentidos  para acá y para allá, es decir, en ambos sentidos; volviendo sobre sus pasos uno de esos días, comiéndose los secretos más íntimos, dibujando historias sensuales con saliva en las espaldas cuando duermen, de mañana, sin esperar la sorpresa de ser sorprendidos por un dibujito hecho de pronto con la punta de la lengua sobre el vello rubio apenas erizado por la luz del sol, también rubio, que empieza a aparecer lentamente desde el horizonte y se cuela por la ventana de un hotel que en no mucho más dirá que se terminó el tiempo del amor pasional; pero que comenzará el otro tiempo enfrentado a la realidad de un colectivo ruinoso, que los verá despeinados y enredados entre pechos y cierres herméticos que no paran de subir y bajar de a poquito entre adoquines y máquinas expendedoras de boletos que recuerdan, sin mayor lógica, las sensaciones que se derramaron una y otra vez hasta el sueño. Hasta la ducha. Hasta mañana.



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