Imagen: Mubi |
Copia Certificada Abbas Kiarostami (2010 – Francia – 106min)
Protagonistas: Juliette Binoche, William Shimell
La película se inicia con la presentación de un libro titulado “Copia Certificada”, que indaga en el concepto de originalidad, no en el sentido de la idea sino en el de “autenticidad”, es decir, la obra tal y como sale del taller del artista. O lo que es lo mismo, la autenticidad estaría dada por la unicidad: esta obra es única, no hay otras como esta. Todas las demás son copias. O, en palabras de Walter Benjamin[1], “Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra”.
Y como para poner en tensión el alto concepto en el que tenemos a las obras originales, Elle (Juliette Binoche) le dice a James Miller (William Shimell), autor del libro en la ficción, que le dedique un ejemplar a su hermana Marie, quien se sintió atraída por el título ya que ella opina que “una buena copia es mejor que un original”. Y es en este concepto en el que queremos detenernos más que en la crítica al film en sí, que recomendamos y mucho, ya que está lleno de diálogos graciosos, una actuación brillante de Binoche y giros inesperados en la trama. Los diálogos al comienzo de la película son imperdibles, y como en algunos libros, habría que subrayarlos todos.
Pero volviendo: ¿qué importancia tiene la originalidad, o como queda dicho, la unicidad, de una obra? ¿Esperamos, acaso, que la obra nos transmita ese aquí y ahora que según Benjamin la hace irrepetible? Pero, ¿no hace a la obra de arte su espacio de exhibición? Cuando Duchamp expuso su obra “Fuente”, ¿no estaba diciendo que el museo hace a la obra de arte?
Dice Benjamin en el texto citado: Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno valga esto sólo para una obra artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un paisaje que en el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su autenticidad.
En la película, el protagonista en un momento comenta que de tanto hablar, se está perdiendo el paisaje, con lo que parece estar de acuerdo con Benjamin. Sin embargo, inmediatamente acota: “Mira estos cipreses, son bonitos y son únicos. Es decir, nunca verás dos cipreses iguales. Son viejos. Alguien me dijo que un sitio hay uno que tiene mil años. Originalidad, belleza, antigüedad, funcionalidad… esa es la definición de una obra de arte. Solo que en este caso no están en un museo, sino en pleno campo… por lo que nadie repara lo suficiente en ellos”. Y aquí discute con el texto de Benjamin en el sentido de que considera que un árbol puede ser una obra de arte en tanto y en cuanto alguien lo mire de esa manera. Es decir, ¿por qué un árbol pintado es arte y no el árbol mismo? La pregunta parece responderse porque al árbol no lo hizo un artista. Es el artista el que hace objetos de arte, los objetos que están en el mundo y no los hizo un artista, no son arte. Eso parece implicar el concepto benajaminiano de que ningún objeto natural posee autenticidad.
Esta afirmación, entonces, nos conduce a creer que los objetos de arte y su originalidad están pensados como objetos de consumo, como mercancías. Si esto es así, entonces la originalidad pasa de ser una cualidad estética a tener un valor de mercado, un precio. Por eso el original vale más que la copia, que la falsificación. Dentro de este ideario, la mala obra original es mucho más valiosa que una excelente copia. Valiosa en dinero, aclaramos, porque hay aquí una sutil transformación: al preocuparnos por la originalidad de un objeto, ya no nos interesa su esencia en tanto que objeto de arte, sino por su precio. Un Picasso original vale millones. Una copia, con suerte, decenas de miles. Estamos, entonces, en una brutal alteración del aquí y ahora de la obra al trocar placer por negocio: nos gusta esta obra por lo que vale y no por las sensaciones que nos produce observarla. Apreciamos la técnica del autor en moneda de curso legal y no en cuanto a admiración por la maestría con que el artista ejecutó su obra. Por eso es que James comenta que los humanos olvidamos el placer, la diversión: quizás quiere decirnos que no perdamos de vista que disfrutar de una obra de arte no tiene por qué ser algo costoso. Entonces, si vemos reproducciones de un Caravaggio o de un Da Vinci, tendríamos que tener en cuenta, por sobre todas las otras cuestiones, el placer que ello nos produce.
Una última cosa: si lo que queremos es hacer negocios, entonces compraremos un reloj carísimo. Pero si solamente queremos saber la hora, con el reloj de pulsera de plástico nuestro objetivo se cumple de igual modo. En palabras de James, “no considero nada sencillo llevar una vida sencilla”.
Fernando
Febrero, MMXXIII
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