Hablar solo, ser un soñador pueden ser, según dicen Cortázar o Piglia, sinónimos de locura. Pedirles a los objetos que cumplan nuestros deseos, también. El viento, el mar, no escuchan; pero un hombre que los controle, sí. Ese es el procedimiento: crear una divinidad para pedirle que el viento no azote la cosecha, y así no verse como tontos al rogarle a algo que mal podría cumplir los ruegos que no puede escuchar, dice Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas. Cuando éramos chicos y nos descubrían en medio de entretenidas discusiones con nosotros mismos, nos decían que no habláramos solos como los locos.
Con los años, el teléfono celular y los micrófonos de manos libres hicieron que uno pudiera hablar solo por la calle sin parecer loco. Hablar por teléfono, ciertamente, es una locura en sí misma, pero está ampliamente socializada y no genera dudas respecto a si debemos o no ir a parar a un manicomio.
Hablarle a la luna, a los árboles que están acá al lado, esperar que salgan las estrellas a eso de las 20:22 son los recursos que utilizo para esconder la locura de mí mismo, porque vale aclarar que todo esto ocurre en la terraza y las cosas que digo las digo en voz baja, de modo que no creo que se entere nadie. (Mi costado racional dice que tampoco me escucharían si hablara a un volumen normal).
¿Está dentro de la cordura hablarles a los muertos? La verdad es que no lo sé. Pero sí sé que me hace bien contar mis cosas. Antes intercambiábamos mensajes, escritos o grabados, y ahora no hay nada, silencio. Y no habrá otra cosa, ya lo sé. Y así pasan los días y las semanas, y se pasó una Navidad y un fin de año y los recuerdos son cada vez más viejos. Y como no está, no hay recuerdos nuevos, se irán desgastando los que quedan, o irán perdiendo el brillo, se volverán rutinarios, y entonces el tedio hará que ya no valga la pena recordar. Ni encontrarle la vuelta a lo que pasó, por qué, si significaba otra cosa. Por más que le encuentre la vuelta o la explicación, ya no volverá.
Entonces cada mañana me levanto y agradezco a los árboles que están acá al lado por bancarse la parada, por resistir al calor creciente año a año. Les agradezco a los pájaros por su canto, por sus danzas al atardecer.
Si hablo con gente soy capaz de hacer chistes, de reírme de los que hacen, de ver una película y disfrutarla si está buena, o aburrirme si no.
Sin embargo, por dentro estoy como deshecho. Todo eso lo hago para decirme que estoy bien, pero no estoy bien. Lo que en verdad tengo es una tristeza profunda, un desánimo grande, ya no creo demasiado en que las cosas puedan cambiar, y todo lo demás. Pero no lo digo. Las personas se pondrían incómodas. Tratarían de levantarme el ánimo. Pero no busco ninguna respuesta, solamente decir esto. No espero que nadie pueda hacer nada, o que sepa qué decir. Solamente quiero contar que estoy triste. Por eso escribo. Ahora y siempre. Siempre escribí para combatir la tristeza, me doy cuenta ahora. Crearles problemas a ciertos personajes hace que me olvide de los míos por un rato. Y a veces hasta es reconfortante. Pero claro, para olvidar, para dejar de estar triste, tendría que perder la cordura, este estado que yo creo de cordura. Y aún así, en la locura, ¿estaría a salvo de recordarla para siempre?
Chicaluna |
Fernando
Enero, MMXXI
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