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viernes, 10 de abril de 2020

Que parezca intencional


Para Marie, que sigue en su viaje


Cuando leemos el poema “El accidente”, de Christian Kupchik, los commuters nos preguntamos qué nos quiere decir este poema. Sabemos que existen términos formalizados para hablar de los accidentes ferroviaros: “arrollamiento” es uno de ellos, pero el más elaborado “colisión con persona” es bastante más frecuente. “Se informa al público usuario que los servicios eléctricos se encuentran suspendidos hasta nuevo aviso por colisión con persona en la estación Barobé”.

Pero aquí lo que encontramos es la palabra del yo poético arrollado por el tren. Nos cuenta, a poco de haber acontecido el hecho, sus percepciones. Se centra, en principio, en el maquinista, que le jura su inocencia, que es un padre ejemplar. Y así charlan, hasta que la traición de una linterna los descubre, y el motorman echa a correr, luego de asesinar las arrugas de su traje.


Hay, como vemos, o intuimos, un cierto espíritu narrativo en estos versos. No se quedan en el mero ocultar del sentido, saber que “los procedimientos poéticos consisten en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción”, según dijera Shklovski. No, acá se nos cuenta un hecho frecuente, incluso a veces cotidiano.

¿Cuál es, entonces, la sorpresa, y cuál el ocultamiento a que apela “El accidente”? La cuestión es que el hecho, la “colisión con persona”, está contada por la persona, y no por los altavoces de la estación de ferrocarril. Es el propio accidentado que nos cuenta su desgracia, a poco de haber ocurrido: “Acabo de ser arrollado por un tren”, nos dice en el primer verso. Con tranquilidad y exactitud, nos lo dice. No apela al golpe bajo de decir cosas como “oh, qué horror, me atropelló un tren”. No, simplemente, con frialdad policial, nos dice que fue arrollado por un tren. Y luego se despacha con las emociones del maquinista. 

Hasta aquí, todo está a la vista: el arrollado, el maquinista, alguien que toma su cuerpo destrozado y lo deposita en un catre. No hay ocultamiento. Sabemos todo lo que pasa. Hasta que nos encontramos con estos versos:

El carbón cruje bajo sus botas holgadas.
Una humedad en el bigote lo delata.
Sus lentes sueñan en los durmientes.

Es aquí, nos parece, donde se debate el poema: ¿qué delata la humedad del bigote? ¿Por qué echó a correr cuando la linterna “los hizo evidentes”? ciertamente que atropellador y atropellado estaban protegidos por la noche. Presumiblemente el maquinista apagó el reflector de la locomotora luego del atropellamiento. Y es así que se pone en duda su murmurada inocencia: echa a correr, tropieza y sus lentes caen entre las vías.

Pero claro, la agonía se hace irremediable, y no queda tiempo para saber más. Es este hecho luctuoso lo que está puesto ante nuestros ojos, y lo que se oculta es la tragedia cotidiana del viaje inconcluso, brutalmente interrumpido por la furia del convoy. 



Y nos queda flotando, también, una pregunta que en general no hacemos: qué es más cruel, ¿la realidad o la literatura? Cuando pensamos en determinadas tragedias cotidianas, nos damos cuenta de que muchas cosas no tienen explicación. Que hacer literatura con ellas es nada más que una forma de escaparle por un momento a la desgracia de no tener respuesta para las cosas que nos pasan.


Fernando
Abril, MMXX

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