Para Marie, que sigue en su viaje
Cuando leemos el poema “El accidente”, de Christian Kupchik, los commuters nos preguntamos qué nos quiere decir este poema. Sabemos que existen términos formalizados para hablar de los accidentes ferroviaros: “arrollamiento” es uno de ellos, pero el más elaborado “colisión con persona” es bastante más frecuente. “Se informa al público usuario que los servicios eléctricos se encuentran suspendidos hasta nuevo aviso por colisión con persona en la estación Barobé”.
Pero aquí lo que encontramos es la palabra del yo poético
arrollado por el tren. Nos cuenta, a poco de haber acontecido el hecho, sus
percepciones. Se centra, en principio, en el maquinista, que le jura su
inocencia, que es un padre ejemplar. Y así charlan, hasta que la traición de
una linterna los descubre, y el motorman echa a correr, luego de asesinar las
arrugas de su traje.
Hay, como vemos, o intuimos, un cierto espíritu narrativo en
estos versos. No se quedan en el mero ocultar del sentido, saber que “los
procedimientos poéticos consisten en oscurecer la forma, en aumentar la
dificultad y la duración de la percepción”, según dijera Shklovski. No, acá se
nos cuenta un hecho frecuente, incluso a veces cotidiano.
¿Cuál es, entonces, la sorpresa, y cuál el ocultamiento a
que apela “El accidente”? La cuestión es que el hecho, la “colisión con persona”,
está contada por la persona, y no por los altavoces de la estación de
ferrocarril. Es el propio accidentado que nos cuenta su desgracia, a poco de
haber ocurrido: “Acabo de ser arrollado por un tren”, nos dice en el primer
verso. Con tranquilidad y exactitud, nos lo dice. No apela al golpe bajo de
decir cosas como “oh, qué horror, me atropelló un tren”. No, simplemente, con
frialdad policial, nos dice que fue arrollado por un tren. Y luego se despacha
con las emociones del maquinista.
Hasta aquí, todo está a la vista: el arrollado, el
maquinista, alguien que toma su cuerpo destrozado y lo deposita en un catre. No
hay ocultamiento. Sabemos todo lo que pasa. Hasta que nos encontramos con estos
versos:
El carbón cruje bajo sus botas holgadas.
Una humedad en el bigote lo delata.
Sus lentes sueñan en los durmientes.
Es aquí, nos parece, donde se debate el poema: ¿qué delata
la humedad del bigote? ¿Por qué echó a correr cuando la linterna “los hizo
evidentes”? ciertamente que atropellador y atropellado estaban protegidos por
la noche. Presumiblemente el maquinista apagó el reflector de la locomotora
luego del atropellamiento. Y es así que se pone en duda su murmurada inocencia:
echa a correr, tropieza y sus lentes caen entre las vías.
Pero claro, la agonía se hace irremediable, y no queda
tiempo para saber más. Es este hecho luctuoso lo que está puesto ante nuestros
ojos, y lo que se oculta es la tragedia cotidiana del viaje inconcluso,
brutalmente interrumpido por la furia del convoy.
Y nos queda flotando, también, una pregunta que en general
no hacemos: qué es más cruel, ¿la realidad o la literatura? Cuando pensamos en
determinadas tragedias cotidianas, nos damos cuenta de que muchas cosas no
tienen explicación. Que hacer literatura con ellas es nada más que una forma de
escaparle por un momento a la desgracia de no tener respuesta para las cosas
que nos pasan.
Fernando
Abril, MMXX
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