No escribir con frecuencia es, frecuentemente, improductivo
para todas las partes: para el editor, que no tiene lo que editar; para el
escritor, que no tiene lo que escribir; para el lector, especialmente, que no tiene
lo que leer.
Hace unos años descubrí, casi por casualidad, el bar La Poesía, en la esquina de Bolívar y
Chile, San Telmo. Como me estaba por separar, salía lo más temprano posible de
mi casa, y me encerraba en sus viejas paredes a escribir. Así surgió la idea de
contar la historia de un personaje por lo que opinaban los demás. Es decir, el
personaje principal, el protagonista, no aparecía nunca.
A mitad de camino me surgió otro personaje que desvirtuó la
historia. A decir verdad, no la historia, sino la forma: ya no era todo en
torno de un personaje, sino de dos. Y cuando me quise acordar, ya no estaba la
idea original.
Intenté en varias opciones de talleres y tutorías. Solamente
me sirvió la última, en febrero de 2019. Pero la verdad es que ya no tengo la
voluntad de escribir. Me parece que no sé qué le voy a aportar a la literatura.
Y cuando eso pasa, uno está perdido.
Este año viajé a lugares de la infancia, con la esperanza de
encontrar inspiración: había allí un montón de recuerdos que, al enfrentarlos
con la realidad, mostraron su falsedad, su inutilidad. La gran vereda que yo
pensaba no era tal. La casa que tenía un taller alrededor de un árbol ya no era
casa sino negocio, y tampoco estaban el taller ni el árbol. La estación del tren está ahí, por suerte, aunque la nueva
no tiene la misma elegancia que la anterior, y la locomotora a vapor es apenas
un decorado que está siendo atacado por la vegetación, como en esas películas
cuando se quiere dar la idea de abandono.
Ese es el tema: abandono. Abandono la intención de escribir una
gran novela. Un gran libro de cuentos o poemas. Abandono la intención de
hacerme famoso por la escritura. De hacerme famoso, punto.
A veces es necesario, para mí, poner blanco sobre negro lo
que me pasa. Contarles a los lectores que me cuesta escribir. Que he perdido la
voluntad de sentarme cada mañana en un bar a escribir. Me avergüenza confesar
que en parte es porque ya no puedo pagar el café todas las mañanas. Podría, eso
sí, buscar un momento al llegar a casa. Apuntar una idea, dialogar con la musa
que habita en la parte de de abajo de las mesas del bar La Poesía. Aunque ella ya no quiera mostrarse, uno siempre puede
ingeniárselas para recrear viejas conversaciones, cambiarlas un poco, pasarles
el plumero, ¿nocierto?
Después de todo, hay en estos tiempos una falta enorme de fantasía. La realidad baila sola en la mentira, dice la canción. La literatura son puras mentiras decía Rulfo. Y Forn escribió una novela con ese título, puras mentiras.
Nunca sabremos, en realidad, de qué va la cosa, si lo que
nos cuenta el narrador es o no es verdadero. ¿Cómo sería verdadera una
ficción?, pregunta el escritor desprevenido, ya que el lector no tiene qué leer
desde hace varios meses.
Esa es la cuestión, mi querido Hamlet.
Hasta la próxima.
Fernando
Octubre, 2019
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