Hay instantes en la vida de un hombre que no pueden describirse con palabras. Y tampoco con imágenes, mal que le pese al que dijo el proverbio de uno por mil.
Uno de esos instantes es el momento de decirle a alguien si quiere ir a tomar un café.
En ese instante, miles de años de lenguaje se concentran y se confabulan para hacer de la pregunta la cosa más estúpida de la Tierra y sus alrededores, hasta cualesquiera de las lunas de Júpiter.
Es que, como es de imaginar -hablando de imágenes- uno sabe que la otra persona sabe que el café no es lo importante.
Y podemos aquí abrir un paréntesis para decir que el café puede ser otra bebida, incluso puede no ser una bebida sino una película, una tarde de paseo. Y que la otra persona puede ser una chica -sería mi caso- pero también otro chico u otra chica. Antes de cerrar el paréntesis decimos que hablamos con signos, que están representando otra cosa siempre. Y entonces cerramos el paréntesis.
Y si el café es aceptado, y el lugar elegido para saborearlo es el correcto, es decir, es un lugar agradable, con música suave -que es todo un tema en sí mismo-, con precios razonables, con horarios extensos porque sabemos que la charla puede prolongarse bastante; entonces, si no ha habido nada que se interponga, sobrevendrá un segundo momento al que no puede accederse con palabras ni con imágenes ni con filmaciones, siquiera, que es el de mirar directo a los ojos, medir el ritmo de la respiración, intuir el dueto sístole-diástole cada vez más acelerado, abrir apenas los labios, mostrar un poco -nada más un poco- la punta de la lengua, cerrar los ojos, dudar por un instante, sonreír casi con torpeza, sonrojarse, bajar la vista, temblar todo el trayecto de nuestra mano hasta la mano que simula escapar pero se queda, sentir la punta fría de los dedos con nuestras propias yemas casi azules, acercarse hasta el oído para decir una pavada como me gusta estar con vos, cometer un pequeño error y ofrecer otro café, u otra cosa, no sé, te parece.
Ese momento, decimos, tiene una existencia breve en el tiempo de los seres ordinarios. Pero entre que la boca se abre un poquito apenas para que la lengua humedezca superficialmente los labios y se vuelva a cerrar, en si misma o en otros labios, puede contarse completa la vida de Raskólnikov con notas al pie y estudio preliminar incluídos. Ese instante previo, esos espacios indecibles entre una pregunta y un beso, son dos de los momentos más maravillosos en la vida de una persona común.
Puede que después vengan otros. Pero esos primeros que ocurren por primera vez son inigualables.
Fernando Berton
Abril, MMXVII
Uno de esos instantes es el momento de decirle a alguien si quiere ir a tomar un café.
En ese instante, miles de años de lenguaje se concentran y se confabulan para hacer de la pregunta la cosa más estúpida de la Tierra y sus alrededores, hasta cualesquiera de las lunas de Júpiter.
Es que, como es de imaginar -hablando de imágenes- uno sabe que la otra persona sabe que el café no es lo importante.
Y podemos aquí abrir un paréntesis para decir que el café puede ser otra bebida, incluso puede no ser una bebida sino una película, una tarde de paseo. Y que la otra persona puede ser una chica -sería mi caso- pero también otro chico u otra chica. Antes de cerrar el paréntesis decimos que hablamos con signos, que están representando otra cosa siempre. Y entonces cerramos el paréntesis.
Y si el café es aceptado, y el lugar elegido para saborearlo es el correcto, es decir, es un lugar agradable, con música suave -que es todo un tema en sí mismo-, con precios razonables, con horarios extensos porque sabemos que la charla puede prolongarse bastante; entonces, si no ha habido nada que se interponga, sobrevendrá un segundo momento al que no puede accederse con palabras ni con imágenes ni con filmaciones, siquiera, que es el de mirar directo a los ojos, medir el ritmo de la respiración, intuir el dueto sístole-diástole cada vez más acelerado, abrir apenas los labios, mostrar un poco -nada más un poco- la punta de la lengua, cerrar los ojos, dudar por un instante, sonreír casi con torpeza, sonrojarse, bajar la vista, temblar todo el trayecto de nuestra mano hasta la mano que simula escapar pero se queda, sentir la punta fría de los dedos con nuestras propias yemas casi azules, acercarse hasta el oído para decir una pavada como me gusta estar con vos, cometer un pequeño error y ofrecer otro café, u otra cosa, no sé, te parece.
Ese momento, decimos, tiene una existencia breve en el tiempo de los seres ordinarios. Pero entre que la boca se abre un poquito apenas para que la lengua humedezca superficialmente los labios y se vuelva a cerrar, en si misma o en otros labios, puede contarse completa la vida de Raskólnikov con notas al pie y estudio preliminar incluídos. Ese instante previo, esos espacios indecibles entre una pregunta y un beso, son dos de los momentos más maravillosos en la vida de una persona común.
Puede que después vengan otros. Pero esos primeros que ocurren por primera vez son inigualables.
Fernando Berton
Abril, MMXVII
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