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jueves, 12 de enero de 2017

Las cosas son así

Una señora camina levemente por la vereda del sol, y parece no notar la creciente agitación al respirar a medida que la caminata se acentúa. Transpira discretamente. Para refrescarse, mueve un trozo de cartón que ha recogido de un cesto de basura hace unas cuadras, dos o tres, no puede saberse con exactitud. Sus alpargatas conocieron mejores épocas. Hoy, se defienden lo mejor que pueden de terminar en el cesto del que vino el improvisado abanico. Reciclarse es vivir, pensarían si acaso las alpargatas tuvieran la ocasión de pensar. Una posible salida, piensa la señora que camina por la vereda del sol con su vestido de percal estampado con unas florcitas sencillas, sería darse una vuelta por alguna calle poco transitada donde cada martes de carnaval tiene lugar el ritual de iniciación de las carmelitas y hacerse de un calzado más propio para esta época. No sabe bien dónde ocurre, porque cuenta la leyenda que cada vez es en un lugar diferente. Pero no pierde las esperanzas, después de todo, tiempo para buscar tiene, ya que las mañanas y las tardes para esta época del año son más extensas.

Recoge un cigarrillo casi completo que una mujer apurada arrojó al piso con gesto algo nervioso en el  preciso instante de ingresar a un restorán. La señora sonrió todo a lo ancho de su boca al levantar el tabaco y dar una calada profunda, con los ojos algo cerrados para evitar el mareo (hacía varios días que no lograba fumar) y hasta que los pulmones hicieron un ruido agudo, un silbido que precede siempre al cansancio, a tener que tomar aire con las manos apoyadas en las caderas, los codos extendidos, los dientes apretados.

Apaga el cigarrillo por la mitad y lo guarda en el bolsillo de su vestido para disfrutarlo más tarde. Al meter la mano encuentra un pedazo de bizcochuelo que seguramente le habían dado más temprano, o ayer, no lograba recordarlo, y que había olvidado. Parece ser su día de suerte, y disfruta del sabor dulzón, algo amargo a la vez, de la mezcla de harina huevo y ralladura de cáscara de limón. Mueve suavemente la cabeza a un lado y a otro mientras sonríe y se saca de la comisura de los labios unas migas y un pensamiento de que quizás sea el día de jugar a la quiniela, porque al bingo seguramente no la dejarían entrar.

La noche va llegando y la señora no ha dado con el paradero del tan deseado ritual. Pero siente cierto alivio porque unas nubes algo grises, un poco negras, se hinchan de posible lluvia. Finalmente llueve. Y cae granizo. Primeo unas piedras pequeñas, que rápidamente trocan en grandes trozos de hielo, y debe guarecerse bajo un toldo de un negocio. De cualquier modo se empapa, y el vestido se le pega al cuerpo, el cabello se estira hasta límites insospechados, y el abanico que hasta hace un momento la aliviaba del aire cálido ahora se desintegra entre sus dedos algo azulados, que tiemblan casi compulsivamente, que apenas le sirve para limpiarse un poco la nariz después de una seguidilla de estornudos, y no sabrá decir si el hallazgo fue verdadero o apenas una imagen deseada.


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