MARIANA ENRIQUEZ (1973) nos presenta en Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, Buenos Aires, 2016) un conjunto de doce relatos de terror. Sí,
sí, leyó bien el lector desprevenido: Terror. Ese género que ha sido
bastardeado hasta el cansancio por el cine desde la aparición de Freddy Krueger
para acá, pasando por todas las Ring, Jason y sucedáneos. Hacemos la salvedad
de The silence of the lambs, y seguimos adelante.
En esa delgada línea que separa lo real de lo fantástico,
esta suerte de Quiroga o Laiseca de nuestros tiempos nos lleva a recorrer un
universo plagado de situaciones estremecedoras. Para esto, el recurso que
utiliza, en la mayoría de los relatos, es la descripción de la realidad. Sí,
sí, la realidad, vuelve a leer bien el lector desprevenido. ¿Y cómo puede ser
eso? Pues bien, bastante sencillo: describe las cosas que acontecen a diario en
los barrios bajos de la ciudad, pero también en el interior profundo, en los
países vecinos, en las localidades turísticas.
Tiene mucho de periodístico este libro, ciertamente,
haciendo honor a una de las tantas profesiones de la autora. Por eso es escueto en sus metáforas: contar a
las madres adolescentes embarazadas que fuman paco en las oscuras calles de
Constitución (en “El chico sucio”), mezclado con travestis que rondan esta zona
roja y en ocasiones logran salir un poco para poner un negocio, es un logro tan
simple como efectivo.
Sin embargo, la
finalidad estética de la descripción flaubertiana está totalmente impregnada de
imperativos «realistas», como si en apariencia la exactitud del referente,
superior o indiferente a toda otra
función, gobernara y justificara, ella sola, el describirlo o –en el caso de
descripciones reducidas a una palabra- el denotarlo; las exigencias estéticas
se impregnan aquí-al menos a título de coartada- de exipencias referenciales:
es probable que si uno llegara aRouen en diligencia, la vista que tendría al
descender la costa que lleva a la ciudad no sería“objetivamente”, diferente del
panorama que describe Flaubert.[1]
En efecto, el viajero desprevenido que baje en la estación
Constitución del ferrocarril Roca, no encontrará a simple vista este mundo que
nos cuenta Mariana. Aunque tampoco deberá esforzarse demasiado. Nomás salir al
hall central, si se queda dos minutos mirando, verá cómo se intercambian
paquetitos de forma disimulada, a la vista de todo el mundo. Y si camina por la
calle Pavón, es casi inevitable encontrarse con un sinnúmero de “Lalas”, chicos
sucios y sus madres consumiendo paco u otras sustancias.
En síntesis, podemos decir que aquí los cuentos son un
simple “efecto de ficción”, que solamente subrayan aspectos de la realidad. Sin
duda, la escritura de Mariana Enriquez en Las
cosas que perdimos con el fuego nos dice que el terror está ahí, a cada
paso que damos: la marginación, la trata de personas –en especial mujeres y
niños–, la violencia contra las mujeres son los más terribles.
Pero también nos habla del desamor, de los desórdenes
alimentarios, de la droga. En cualquier caso, todo el libro trabaja sobre estos
tópicos, y con más o menos intensidad, nos hace ver que no hay que hacer
demasiado esfuerzo para ver estas cosas.
Por todo esto, este libro es de ficción. Para todo lo demás
está la realidad.
Fernando Berton
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