La lectura es el arte de construir una
memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos.
Ricardo Piglia
Dame lo que queda de mí
La historia es sencilla, y
siempre se repite. El chico sale de la escuela y el padre lo espera en el auto
en la puerta de la escuela. Le pregunta cómo le fue en la escuela, y lo alcanza
hasta Defensa al 1400, frente al Parque Lezama, sobre los adoquines, la vía del
tranvía ahora invisible que cuenta la leyenda del barrio. Pero esa es historia
aparte, y el chico no sabe si se repite.
En la primera parte del trayecto,
el chico come un sándwich amoroso preparado por la amorosa madre y que le ha
entregado el obediente padre, que conduce el auto en silencio en la primera
parte del trayecto, mientras el chico engulle el sándwich, en silencio, como cada
martes.
En la segunda parte de la travesía,
el padre guarda silencio y el chico se cambia el saco del uniforme por uno
sport, tira la corbata y la reemplaza por un pañuelo de cuello, se saca los
zapatos que trueca por unas zapatillas. Algo así como ponerse las vestimentas
de la ceremonia. Un ritual para mutarse en otro.
En la tercera y última parte del
viaje, conversan de algunas cosas leves. El padre recuerda que el sábado hay
partido y quiere saber si el chico lo acompañará. El chico dice que sí, y
también que ha tenido un revés con Claudia, que no se ha mostrado interesada en
su propuesta de ir a tomar algo un día de esos. El padre dice llegamos. El
chico se baja frente al Parque Lezama. El auto se va. El chico prende un
cigarrillo. Tose. Se atraganta. Llora.
Subiendo
la cuesta
En el taller de lectura, el chico
descubre cosas sorprendentes sobre el oficio de escribir. Lo dirige un señor de
frente amplia, cabello crespo peinado hacia atrás, con un bigote prominente y
un cigarrillo negro entre los dedos de manera permanente. Tiene los ojos entrecerrados
casi todo el tiempo para evitar que el humo se meta de improviso en los ojos
marrones, y tiene los labios algo prietos, pero a punto de sonreír todo el
tiempo.
Tiene, en una forma diferente de
tener, una biblioteca que ocupa toda la pared, y a la que está permitido
acercarse a no más de medio milímetro. “Es la Puerta en Dos”, sentencia el
coordinador con voz grave, y sus ojitos entrecerrados y sus labios prietos
sonríen al unísono. Los otros talleristas sonríen, también. Y también sonríe el
chico, y con sus ojitos huidizos busca alguna mirada cómplice entre los
talleristas, una mirada que diga “yo no termino de entender lo que quiso
decir”. No la encuentra.
Vas a
entrar en mi pasado
Leemos:
“La biblioteca fue un encuentro
extraordinario porque yo modifiqué el curso de mi vida”.[1]
El chico ha crecido. Tiempo después de la muerte de
su madre, se vio obligado a dejar el taller de lectura. Intentó volver, tiempo
después, pero el taller ya no se dictaba. La vida lo llevó por otros caminos.
Se hizo importante e importado. Viajó por el mundo. Tuvo un matrimonio y tuvo
hijos. El matrimonio ya no lo tiene (se sabe). Los hijos, todavía sí. También el
padre, pero casi no lo usa.
Todas esas cosas podría relacionarlas, si quisiera,
con frases que ha leído, ya en literatura, ya en canciones. “La verdad” –dice
el chico– “está en las minifaldas, en los partidos 4 a 3 y en el rocanrol”.
O sea, la lectura[2]
La vida es la interpretación del sentido de un texto
La lectura es una excusa para pasar el tiempo,
sentados en las baldosas frías de un pasillo que separa la casa del jardín,
cuando las tardes de verano transcurren lánguidas entre el almuerzo y la aparición
de los primeros chicos para andar en bici. La lectura es un espejo. Es la rama
que aparece, salvadora, cuando el coyote cae por el precipicio. Es Cortázar,
que piensa lo mismo que el chico pensaba aferrado a su patito amarillo en las
noches de miedo al cuarto enorme y frío. El patito amarillo. Amarillo,
amarillo, amarillo, amarilloamarilloamarishoamariyo… hasta que la palabra perdía todo el
significado. Y entonces el miedo. Miedo. Miedo.
Miedomiedomedomediomimiedomimesis. Uno que se construye por los otros. Dice
Piglia. O algo así (puede el lector volver al casillero inicial, en caso de
duda, sin que signifique ello que ha perdido su turno).
Y así se va construyendo el chico. Que de pronto se
mira al espejo y se ve otro. Esas palabras son de otro. Toda esa vida que se ha
ido haciendo de lecturas, es un ir y venir entre las páginas del libro y las de
la vida. Hasta que un día, se vuelva a fojas cero.
Los zapatistas lo han dicho así: “Detrás de estas
máscaras, estamos ustedes”
El chico no podría decirlo mejor.
[1]
Petit, Michele; “Elogio del encuentro”; Congreso
Mundial de IBBY, (International Board on Books for Young People), Cartagena de
Indias, 18-22 de septiembre de 2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario