Comprar RELACIONES

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viernes, 10 de mayo de 2013

Voices Outside My Head


     Caminar de regreso a casa es una búsqueda de las calles que van de sur a norte, porque tienen un poquito así menos de tránsito.
     Y ese poquito menos de colectivos, autos, motonetas, patinetas y camisetas, es un poquito menos de ruido.
      He visto un negocio que vende una especie de auriculares pero que no sirven para escuchar el walkman, sino, más bien, para todo lo contrario.
      Hace unos años iba a la psicóloga porque escuchaba voces en mi cabeza, que me decían montones de cosas que, según los que estaban a mi alrededor, no eran del todo ciertas. No había un locutor en la radio hablándome a mí, específicamente, por nombre apellido y número de CUIL.
      Había, eso sí, un locutor que hablaba a un público en general.
      Eso me decían






      Entonces me mandaron a la psicóloga.
      Y ella, muy elegante, muy costosa, me hacía siempre preguntas incómodas al final de la sesión y terminaba con "nos vemos la próxima".
      Como decir un sesionis interruptus.
      Y yo me iba re caliente.
       Hasta la próxima.
       Nunca maté a nadie entre sesión y sesión. Eso hay que decirlo.
       Pero un día dejé de ir.
       Me pareció que ya no tenía sentido, que estaba dando vueltas a lo mismo, que las cosas no iban a cambiar porque le diera vueltas y más vueltas.
       Ella no me llamó.

       Y yo tampoco la llamé.
     
       Y nadie me pidió que la llamara.
     
       Entonces me quedé tranquilo, y fuí y me compré los auriculares para no escuchar las voces fuera de mi cabeza. Algo así como sentarse a mirar el cielo desde un balconcito en la sierra, con un cognac, un cigarrito, la reposera más cómoda que encontré en el cuarto de enseres (je je je, que es una descripción de las inmobiliarias, porque si te ponés a pensar, ningún marido le dice a su esposa "¿vieja, te fijás si dejé la amoladora en el cuarto de enseres?"

      Bueno, cuestión que gracias a eso voy a la moda, porque veo montones de chicas que usan sus auriculares de colores estridentes, fucsia, amarillo huevo, rojo punzó, negro de mierda.

     La diferencia está en que todas esas cabecitas buscan llenarse de ruidos desde afuera porque no soportan sus ruidos interiores, cuando sus propios cerebros les hablan y les dicen que están desperdiciando sus vidas en tanta pavada tecnológica y no sé cuántas otras más, sin que le den un sentido mínimo para entender de qué va la cosa.

    En cambio, yo con mis nuevos auriculares, no escucho lo que viene de afuera. Dejo de preocuparme por el ruido infernal de los motores de los colectivos que, ahora que tienen caja automática, hacen cada vez más esfuerzo para subir los decibeles. Y la enorme cantidad de automóviles que se vende por año y que se suman a los que ya había, y que la gente usa (claramente nadie va a comprarse un auto para no usarlo), en la creencia que le da mejor status, pero los escuchás llegar cada mañana al trabajo a las puteadas porque por acá no se puede pasar, que la Panamericana no sé que quilombo hubo con un ciclomotor que perdió un espejito y entonces hay 10 km de cola; o el puente Pueyrredón que está cortado porque un colectivo de la línea 98 se quedó conversando con su novia de la línea 100, que está re buena y no se sabe por qué motivo los automovilistas se colgaron a mirar este romance entre dos colectivos que antiguamente eran de carrocerías El Detalle pero que hoy creo que vienen de Brasil, o de Venezuela, who knows.

     Pues bien, con mis auriculares de no escuchar, es como si me sentara en el borde de un lago perdido a unos 1600 m de altura sobre el nivel del mar, y prender mi cigarrito ahí, y mirar la inmensidad del inmenso silencio. De no escuchar ni bocinazos, ni ruedas rebotando en los adoquines, ni el toc-toc; toc-toc de las ruedas del tren cuando tocan la unión de los rieles, ni la música a todo lo que da de los vendedores de discos piratas, o de los tipos que escuchan lo que sea a todo el volúmen del celular, o las estridencias de los programas de televisión, de radio, del chismerío en la verdulería, en la peluquería, en la almohada, un minuto antes de quedarme dormido.

    Ya nada de eso.

     Subo a mi departamento. Ya no escucho el ruido de la puerta del ascensor al cerrarse.

     Tampoco el ruido de la electricidad cuando acciono el botón del décimo piso.

      Y no escucho el ruido de la llave cuando gira en la cerradura, ni de la puerta al cerrarse detrás de mi paso al entrar al departamento, o el de la gente que, supongo yo, gritará ¡Qué pasó, qué paso! cuando me vean estrolado en la vereda.

     Solamente escucharé el silencio del cielo y el agua y la montaña que parecen una misma cosa.




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