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sábado, 6 de abril de 2013

Smecando como besuño

Homenaje a Anthony Burgess


Esa mañana, subir al tren fue una tarea sencilla. Por razones ajenas a la voluntad de la empresa, los servicios se vieron demorados hasta nuevo aviso, oh hermanos;  y él aprovechó a sacar un libro de su maletín, sentarse en un banco de cemento frío y leer algún capítulo a la luz del sol que recién estaba apareciendo, y que le facilitaba enormemente el avance en la lectura, al contrario de la luz mortecina e intermitente del viaje entre tolchocos y fricciones como si se tratase de un cajón lleno de lombrices californianas.

            Casi descuidadamente, un escote inquietante se sentó muy cerca de donde él leía su libro. Tuvo el escote que hacer poco para captar la atención del lector, en especial cuando el pequeño tatuaje que se distinguía en la naciente –de norte a sur, claro- del grudo derecho se presentó en toda su magnitud al ser alcanzado por un poderoso rayo de Febo, y el glaso de él se posó en esa figurita intrigante, que parecía ser una estrella de cinco puntas dentro de un círculo doble, que contenía una leyenda indescifrable a no ser que se acercara mucho mucho mucho, así, casi hasta rozar la piel con la nariz para poder hacer foco en el texto circular que fatalmente diría “estás atrapado”.
El tren se acercó silencioso y tardío. El grudo tatuado y el veco cautivado ascendieron sin salirse un ápice de sus roles: ella altiva, él atribulado.
Se ubicaron uno frente a la otra. El tatuaje parecía apagarse ahora que el sol no le daba directamente, y que las luces fluorescentes titilaban trémulas en los cambios de vías, debido al corte fugaz de la energía eléctrica. Él parecía no notar estas mutaciones de la piel ilustrada, tan concentrado que parecía en la lectura de una novela bastante atractiva, aunque cada tanto, como al pasar cuando daba vuelta una página, controlaba con el rabillo del glaso que el tatuaje siguiera allí.
Y seguía.
Pero también otro, que desde la cara interior de una noga lo invitaba a observar que la falda breve no tenía muchas intenciones de ocultar un pedacito apenas de tela blanca que se proponía cubrir, lográndolo con un esfuerzo descomunal, el acceso a un mundo indescifrable en una mañana tan atípica.
Este nuevo tatuaje decía, en el supuesto caso de que el observador pudiese contener de modo alguno los vaivenes del torrente crobíneo que generaban una indefectible sístole por su previsible diástole de ploto cavernoso que acabaría vaya uno a saber cómo, “estás en problemas”, dentro de un diminuto pajarillo que volaba rapidito a unir sus alas con otro pajarillo que se acercaba a un tercero esfumado que hacían, entre todos, intuir la existencia de muchos más.
En un cambio de vías, el lector se vio obligado a videar nuevamente al tatuaje grudal, que ahora brillaba como nunca, y se bamboleaba al ritmo del convoy que no dejaba de pasar de un carril a otro, y lo llevaba desde una sonrisa casi cómplice, a una grieta estrellada que prometía un caldero infernal lleno de discos invalorables para que, de pronto, el otro muslo detuviera el libre acceso de la mirada al segundo dibujo en un repentino cruce de nogas.
El silencio se hace profundo. El silbato suena y las puertas se cierran, casi como cualquier día, salvo que el vagón está casi vacío. Hay un murmullo, risitas nerviosas, codos que codean y dedos que pellizcan. ¿Será este el final? ¿Es el último tren?  ¿Entrará, de pronto, en un túnel de luz y veremos los aquí presentes desfilar una a una nuestras vivencias como pasadas rapidito en un pauerpoint, oh hermanos?
No se puede determinar si algo de eso está ocurriendo.
La chisna ilustrada levanta los brazos para acomodarse el boloso que le cae lacio sobre los plechos. En ese gesto casi de desperezarse, la blusa se estira y sube y deja a la vista un ombligo que ostenta un pequeñísimo piercing brillante, y tiene dibujado en rededor un sol magnífico que obnubila al málchico, que cierra el libro así como está, sin poner el señalador, ni siquiera intentar recordar en qué página iba, ya que ha perdido la capacidad de videar, como si le hubiesen dilatado las pupilas para un fondo de glasos, como si el sol alrededor del ombligo fuese verdaderamente un sol que dijese yo soy la luz y el camino hasta las profundidades más oscuras y húmedas del placer de una mañana en la que el tolchocarse espontáneamente contra cualquiera que osare salir cuando uno intentaba acceder hubiese sido barrido por completo por un tsunami de deseos representados en ilustraciones epiteliales de una aparición que no deja de mostrarse, pero que al mismo tiempo resulta inasequible por el resplandor de una luna creciente que aparece en la base de un grudo, pero que dura solamente un instante, ay hermanitos, un nanosegundo para contener el derrame de tanta idea que ha venido desde la más lejana de las terminales.
Él cierra los glasos, como antes ha cerrado el libro, y piensa en una cantidad de correos electrónicos que deberá responder cuando llegue a la cantora, que no está ya tan lejos, porque han pasado por el traqueteo de la mitad del camino en los cambios de vías, y han pasado por el sprint veloz hasta una estación en la que, afortunadamente, bajan más personas de las que suben. Si bien hoy no es tan así, ya que han subido muchas menos por haberse dado este caso extraordinario de un tren vacío a las 7:18 de un lunes soleado, en un grudo, en un ombligo, en una noga, oh, por favor, en una sístole, diástole, una vez y otra y el inevitable abrir de glasos por un instante y la sonrisa, y cerrar los glasos y nada, pero al abrirlos el círculo doble en la base del grudo otra vez, y los cierra y los pajaritos de la noga al abrirlos y la sístole la diástole la sonrisa, el grudo, los pájaros y llegamos.

N. del A.: El texto es mío, es un fragmento del cuento "La mujer ilustrada". Lo he traducido lo mejor que pude a nadsat

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