Homenaje a Anthony Burgess
Esa mañana, subir al tren fue una tarea sencilla.
Por razones ajenas a la voluntad de la empresa, los servicios se vieron
demorados hasta nuevo aviso, oh hermanos; y él aprovechó a sacar un libro de su maletín,
sentarse en un banco de cemento frío y leer algún capítulo a la luz del sol que
recién estaba apareciendo, y que le facilitaba enormemente el avance en la
lectura, al contrario de la luz mortecina e intermitente del viaje entre tolchocos
y fricciones como si se tratase de un cajón lleno de lombrices californianas.
Casi
descuidadamente, un escote inquietante se sentó muy cerca de donde él leía su
libro. Tuvo el escote que hacer poco para captar la atención del lector, en
especial cuando el pequeño tatuaje que se distinguía en la naciente –de norte a
sur, claro- del grudo derecho se presentó en toda su magnitud al ser alcanzado
por un poderoso rayo de Febo, y el glaso de él se posó en esa figurita
intrigante, que parecía ser una estrella de cinco puntas dentro de un círculo
doble, que contenía una leyenda indescifrable a no ser que se acercara mucho
mucho mucho, así, casi hasta rozar la piel con la nariz para poder hacer foco
en el texto circular que fatalmente diría “estás atrapado”.
El tren se acercó silencioso y tardío. El grudo
tatuado y el veco cautivado ascendieron sin salirse un ápice de sus roles: ella
altiva, él atribulado.
Se ubicaron uno frente a la otra. El tatuaje parecía
apagarse ahora que el sol no le daba directamente, y que las luces
fluorescentes titilaban trémulas en los cambios de vías, debido al corte fugaz
de la energía eléctrica. Él parecía no notar estas mutaciones de la piel
ilustrada, tan concentrado que parecía en la lectura de una novela bastante atractiva,
aunque cada tanto, como al pasar cuando daba vuelta una página, controlaba con
el rabillo del glaso que el tatuaje siguiera allí.
Y seguía.
Pero también otro, que desde la cara interior de una
noga lo invitaba a observar que la falda breve no tenía muchas intenciones de
ocultar un pedacito apenas de tela blanca que se proponía cubrir, lográndolo
con un esfuerzo descomunal, el acceso a un mundo indescifrable en una mañana
tan atípica.
Este nuevo tatuaje decía, en el supuesto caso de que
el observador pudiese contener de modo alguno los vaivenes del torrente crobíneo
que generaban una indefectible sístole por su previsible diástole de ploto
cavernoso que acabaría vaya uno a saber cómo, “estás en problemas”, dentro de
un diminuto pajarillo que volaba rapidito a unir sus alas con otro pajarillo
que se acercaba a un tercero esfumado que hacían, entre todos, intuir la
existencia de muchos más.
En un cambio de vías, el lector se vio obligado a videar
nuevamente al tatuaje grudal, que ahora brillaba como nunca, y se bamboleaba al
ritmo del convoy que no dejaba de pasar de un carril a otro, y lo llevaba desde
una sonrisa casi cómplice, a una grieta estrellada que prometía un caldero
infernal lleno de discos invalorables para que, de pronto, el otro muslo
detuviera el libre acceso de la mirada al segundo dibujo en un repentino cruce
de nogas.
El silencio se hace profundo. El
silbato suena y las puertas se cierran, casi como cualquier día, salvo que el vagón
está casi vacío. Hay un murmullo, risitas nerviosas, codos que codean y dedos
que pellizcan. ¿Será este el final? ¿Es el último tren? ¿Entrará, de
pronto, en un túnel de luz y veremos los aquí presentes desfilar una a una
nuestras vivencias como pasadas rapidito en un pauerpoint, oh hermanos?
No se puede determinar si algo de
eso está ocurriendo.
La chisna ilustrada levanta los
brazos para acomodarse el boloso que le cae lacio sobre los plechos. En ese
gesto casi de desperezarse, la blusa se estira y sube y deja a la vista un
ombligo que ostenta un pequeñísimo piercing brillante, y tiene dibujado en
rededor un sol magnífico que obnubila al málchico, que cierra el libro así como
está, sin poner el señalador, ni siquiera intentar recordar en qué página iba,
ya que ha perdido la capacidad de videar, como si le hubiesen dilatado las
pupilas para un fondo de glasos, como si el sol alrededor del ombligo fuese
verdaderamente un sol que dijese yo soy la luz y el camino hasta las
profundidades más oscuras y húmedas del placer de una mañana en la que el tolchocarse
espontáneamente contra cualquiera que osare salir cuando uno intentaba acceder
hubiese sido barrido por completo por un tsunami de deseos representados en
ilustraciones epiteliales de una aparición que no deja de mostrarse, pero que
al mismo tiempo resulta inasequible por el resplandor de una luna creciente que
aparece en la base de un grudo, pero que dura solamente un instante, ay
hermanitos, un nanosegundo para contener el derrame de tanta idea que ha venido
desde la más lejana de las terminales.
Él cierra los glasos, como antes ha
cerrado el libro, y piensa en una cantidad de correos electrónicos que deberá
responder cuando llegue a la cantora, que no está ya tan lejos, porque han
pasado por el traqueteo de la mitad del camino en los cambios de vías, y han
pasado por el sprint veloz hasta una estación en la que, afortunadamente, bajan
más personas de las que suben. Si bien hoy no es tan así, ya que han subido
muchas menos por haberse dado este caso extraordinario de un tren vacío a las
7:18 de un lunes soleado, en un grudo, en un ombligo, en una noga, oh, por
favor, en una sístole, diástole, una vez y otra y el inevitable abrir de glasos
por un instante y la sonrisa, y cerrar los glasos y nada, pero al abrirlos el
círculo doble en la base del grudo otra vez, y los cierra y los pajaritos de la
noga al abrirlos y la sístole la diástole la sonrisa, el grudo, los pájaros y
llegamos.
N. del A.: El texto es mío, es un fragmento del cuento "La mujer ilustrada". Lo he traducido lo mejor que pude a nadsat
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