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domingo, 24 de marzo de 2013

El arte de vivir bien - 4



Capitulo 4


Al salir de la escuela, Remo tiró el guardapolvo al arroyo, se raspó las rodillas y se tiró polvo en los ojos para que se le enrojecieran hasta parecer lastimados. Dijo que jamás volvería a la escuela, que los más grandes lo habían cargado por el guardapolvo usado, él quiso defenderse y le dieron tal paliza que quedó así, por favor mamá, no me mandes más a la escuela, yo voy a trabajar y no te voy a dar problema pero no me mandes a la escuela mamá, por favor por favor.

Esa misma tarde le compraron un guardapolvo y un valijín primicia. Igual lo cargaron un poco, mirá mariquita sanchez se compró guardapolvo nuevo, ja ja ja, pero ahí quedó todo y los otros compañeros lo invitaron a jugar al poliladron, y ya al tercer día todos los guardapolvos parecían de seiscientos años, con sietes en los bolsillos y cantidades interminables de polvo de galletitas manón que habían sido olvidadas en los intentos desesperados de no caer a manos de los polis; que aunque expertas, no lo eran tanto como los cachetazos maternos pero mirá un poco mocoso de porquería ¿para esto querías un guardapolvo nuevo, vos te pensás que yo la plata la cago mocoso, mira mijito, mas te vale que lo cuides porque no te pienso comprar otro hasta el año que viene si todo va bien y si no vas a ir a la secundaria con este mismo así te lo tengas que poner de bufanda mescuchaste mocoso de porquería?
Las bicicletas llenaban las tardes de verano. No había límites, y se podía ir de acá para allá, después del almuerzo, siempre que el regreso fuera antes de las cinco. A mayor cantidad de minutos de demora, mayor la cantidad de cachetadas. Pero al poco tiempo aprendió a determinar la hora de acuerdo al paso del tren por el paradero cercano, y entonces volver a toda velocidad por el costado de la vía, hasta un puente por donde pasaba un arroyo que, tiempo después, sirvió como refugio para cazar ranas y algo más adelante –bastante más adelante, cuando las cosas ya habían cambiado del todo, en su cuerpo, en su familia, en el país-, para ensayar los primeros besos y caricias que venían a sanar las heridas de la niñez, a reconfortar el alma y a amortiguar los golpes en el corazón por los compañeros que se habían ido y las noticias de los médicos que no daban muchas esperanzas.
Esos lugares quedarían por siempre en el recuerdo de los momentos difíciles, de las decisiones complicadas, de las alegrías y las tristezas; independientes de cualquier analogía, fuertes como una yunta de pelos. 

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