Capitulo 4
Al salir de la escuela, Remo tiró el guardapolvo al
arroyo, se raspó las rodillas y se tiró polvo en los ojos para que se le
enrojecieran hasta parecer lastimados. Dijo que jamás volvería a la escuela,
que los más grandes lo habían cargado por el guardapolvo usado, él quiso
defenderse y le dieron tal paliza que quedó así, por favor mamá, no me mandes
más a la escuela, yo voy a trabajar y no te voy a dar problema pero no me
mandes a la escuela mamá, por favor por favor.
Esa misma tarde le compraron un guardapolvo y un
valijín primicia. Igual lo cargaron un poco, mirá mariquita sanchez se compró
guardapolvo nuevo, ja ja ja, pero ahí quedó todo y los otros compañeros lo
invitaron a jugar al poliladron, y ya al tercer día todos los guardapolvos
parecían de seiscientos años, con sietes en los bolsillos y cantidades
interminables de polvo de galletitas manón que habían sido olvidadas en los intentos
desesperados de no caer a manos de los polis; que aunque expertas, no lo eran
tanto como los cachetazos maternos pero mirá un poco mocoso de porquería ¿para
esto querías un guardapolvo nuevo, vos te pensás que yo la plata la cago
mocoso, mira mijito, mas te vale que lo cuides porque no te pienso comprar otro
hasta el año que viene si todo va bien y si no vas a ir a la secundaria con
este mismo así te lo tengas que poner de bufanda mescuchaste mocoso de porquería?
Las bicicletas llenaban las tardes de verano. No
había límites, y se podía ir de acá para allá, después del almuerzo, siempre
que el regreso fuera antes de las cinco. A mayor cantidad de minutos de demora,
mayor la cantidad de cachetadas. Pero al poco tiempo aprendió a determinar la hora
de acuerdo al paso del tren por el paradero cercano, y entonces volver a toda velocidad
por el costado de la vía, hasta un puente por donde pasaba un arroyo que, tiempo
después, sirvió como refugio para cazar ranas y algo más adelante –bastante más
adelante, cuando las cosas ya habían cambiado del todo, en su cuerpo, en su familia,
en el país-, para ensayar los primeros besos y caricias que venían a sanar las heridas
de la niñez, a reconfortar el alma y a amortiguar los golpes en el corazón por los compañeros
que se habían ido y las noticias de los médicos que no daban muchas esperanzas.
Esos lugares quedarían por siempre en el recuerdo de
los momentos difíciles, de las decisiones complicadas, de las alegrías y las tristezas;
independientes de cualquier analogía, fuertes como una yunta de pelos.
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