Podemos viajar unos cuantos kilómetros para encontrar un bosque mágico, que nos regala arcos iris a cada rato, porque la atmósfera húmeda se dedica a deleitar la vista a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo.
En esos paisajes, no es difícil pensar que vamos a encontrar duendes a cada rato, y los descubriremos mientras entierran sus marmitas con monedas de oro en el final del arco iris.
O acaso, mientras admiramos el lago profundo y frío y calmo, creemos que puede llegar a aparecer un monstruo pre histórico, inventado por el hastío de dos chicos que, sin poder salir por culpa de la enorme tormenta de nieve, hablan, fabulan, traman existencias inexistentes que, como a veces ocurre, alguien toma y publica de modo tal que muchos otros no saben si es verdad o no, pero resulta un cuento atractivo.
En las ciudades, claro, es más difícil soñar con duendes, ya que los arcos iris se esconden detrás de grandes edificios, y hay que hacer esfuerzos sobrehumanos para encontrar un posible fin del arco iris en medio de los rasca cielos.
Entonces, la fabulación es la existencia misma de un bosque en medio de la urbe. Quién va a creer que en medio de tanto cemento, podemos, sin mucho esfuerzo, hacer una toma que haga creer a quien la mira que puede ser, que dónde está el truco, y adónde fue el duende.
Es un pequeño invento, un recorte de la realidad que nos permitimos hacer para salir del peso enorme de no saber cuándo volveremos a ese lugar de ensueño.
Mientras tanto, miramos nuestra foto una y otra vez.
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