Cuando los
días son grises, los edificios se esconden detrás de las nubes, porque no
quieren ser vistos derramar lágrimas desde sus ventanas más altas.
Las calles
se vuelven tramposas, y a la vuelta de cualquier esquina podrías encontrarte
con los fantasmas que habías dejado atrás varias cuadras antes, cuando todavía,
apenas, brillaba lo poco que quedaba de sol.
Los recuerdos
se ponen filosos, y tendrías que tener mucha pericia, mucho cuidado, de no
afeitarte rápido, porque podrían llenarte la cara de minúsculas cortadas, de
sangres y de espumas rosadas cayendo en la pileta del baño.
Cosa que
indefectiblemente te recordará a Bob Geldoff haciendo de Pink.
Floyd, ¿quién
otro, si no?
Cuando recuerdes
la pared, y las repeticiones, y el lenguaje no te alcance, y veas en tus ojos
el reflejo de todos tus dolores, cuando sientas en las arrugas de las manos el
peso de las pieles alcanzadas un instante antes de morir un poco, y tengas en
un bolsillo de un saco que hace mucho que no usás un papelito que ya casi
habías olvidado, y que te dice te quiero, después de tantos años y tantos mocos
tendidos; esa tarde gris, entonces, es posible que salgas a caminar por
ahí, y te encuentres con la loba
amamantando a los creadores.
Uf,
cuánta vida hay en tus retinas. Cuántas ganas de contar lo que sentís, y de
volver a casa para sentarte, calentito, a escribir tus recuerdos, esos
recuerdos que solamente son importantes para vos, para que ese momento, en el
silencio de la casa, mientras la tormenta empieza a arreglarse para salir ahora
mismo, o mañana, nunca se sabe; se derrita de a poco en tus retinas, y se
derrame despacito por las neuronas que te llevan a ver, de nuevo, esos carritos
corriendo increíbles, barranca abajo hacia la Avenida Martín García, echando
chispas y gritos y chorros enormes de adrenalina por todo el Parque Lezama.
Hasta que a la noche, cuando el cuerpo empieza a enfriarse y la vivencia
comienza a mudar en recuerdo, la cascarita de la herida en la rodilla empieza a
arder y a tirar y a afiebrarse. Y acaso, sólo tal vez, un vaso de agua fresca
aparezca en el medio de la pesadilla
para aliviar el dolor de los labios partidos, de los ojos rojos, de las
plaquetas tratando de parar esa hemorragia.
Y uf,
otra vez estarás disfrutando lo que alguien a quien amaste y odiaste con la
misma intensidad, alguien que un día se fue para siempre y te dejó masticando
la bronca de no haber podido charlar después de la tormenta, cuando los dos
supieran que sabían lo que el otro estaba pasando o habría de pasar; sin
querer, claro, porque las coincidencias entre las infancias y las adulteces no
tienen mayor explicación, estarás, decíamos, paseando por el Parque Lezama, por
el Patronato de la Infancia, por la Iglesia de la Santísima Trinidad y el Bar
Británico y la Avenida Brasil y el Paseo Colón y la calle Balcarce.
Todo eso,
entonces, tiene sentido para VOS, y para ella, que ya no está acá, pero está
allá, y vos estás de nuevo recorriendo esos caminos que ella caminó de
chiquita, y que jamás olvidó. Y que vos, entonces, no lograste entender, y la
mirabas como aburrido, estupefacto. Nunca pudiste entender sus lágrimas. Y acaso
nunca puedas.
Pero vale
la pena intentarlo.
Vale la
pena caminar, cada tarde, por esas mismas calles.
Las desgracias
de entonces no han de ser tan distintas a las de ahora.
Y el
amor de ella no habrá disminuido ni un poco.
Y entonces
sonreís. Porque esa es la idea ahora. Buscar cosas que te hagan sonreír. Y ella
te hace sonreír. Mandale un beso, decíle que la querés, y que ya estarán de
nuevo juntos. Pero todavía no.
Todavía
no.
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