Cuando chico, íbamos siempre a Mar del Plata para las vacaciones. La primera vez fuimos en micro; la segunda, y subsiguientes, en un Fitito. Era verde claro, y podíamos tardar ocho o nueve horas en llegar.
A esa edad mucho no me importaba, y todo me parecía maravilloso, ya que el viaje más largo que hacía era de mi casa a la escuela, a unas escasas veinte cuadras. Y una de las situaciones más interesantes del camino era desayunar en un famoso parador. Era alucinante ver la fila interminable de tazas de boca sobre sus platitos, y cajas y cajas llenas de cubos de azúcar, que por ese entonces estaban en todos los bares y poco a poco fueron reemplazados por sobrecitos.
Hace unos años fui a dar al bar Miramar, de San Juan y Sarandí, y ahí, casi como en un sueño o una sesión de terapia, encontré que tenían cubos de azúcar, y quedé maravillado. Volví pasada la pandemia y los sobrecitos habían hecho de las suyas. Pero volví en estos días, y ¡cuál no sería mi sorpresa al ver de nuevo los terrones!
Así que aquí dejo el testimonio. Veremos si perdura.
Fernando
Marzo, 2024
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