Me mirás de cerca, con los ojos y la boca entreabiertos. Hay un vago perfume a lágrimas antiguas, lloradas en noches solitarias. Y una sonrisa que crece apenas, que deja ver un poco los dientes, escapar un suspiro.
¿Cuántas veces pensamos en esto? Como una música de los primeros años, o como una canción de cuna, se disfruta con la repetición, y la alegría es la misma cada vez.
- ¿Te gusta?
- ¡Sí!
Repetimos también el breve diálogo con cada nuevo enigma que resolvemos, cada pedacito del rompecabezas que armamos. El temblor de tus manos chiquitas entre el sudor de las mías, que las envuelven, en el escondite fuera de la cuadra lo hace más emotivo. Porque jugamos a las escondidas y la regla es no esconderse más allá de la cuadra. Pero estamos en el porche de la casa de Oroño, que está sin revocar casi desde siempre, y los ladrillos tienen una cierta frescura por el musgo suave que los recubre. Veo cómo se te eriza la piel cuando te agarro por los hombros y te apoyo la espalda en la pared húmeda y fría. Siento el temblor de tus bracitos flacos, y una sonrisa de ojos cerrados y el flequillo que se bambolea en una especie de negación afirmativa. No pero sí. No quiero pero dame. Como la tarde que no se decide a ser noche. Aprieta los rayos de luz allá por Añasco, donde los demás gritan y corren y se desesperan por tocar la piedra antes que el buscador y así salvarse. En verdad, jugar a las escondidas es jugar a ser encontrado, y luego sí demostrar que se corre más rápido para gritar ¡Piedra libre!
Pero eso es en Añasco. En Oroño es todo silencio. Es ladrillo sin revoque cubierto de un suave musgo que hace estremecer los nervios al apoyar la espalda. Y entonces me mirás a diez centímetros de distancia. Los ojos medio cerrados, la sonrisa algo incompleta por los nervios que no terminan de soltar, la tarde que no se decide del todo a volverse noche. Acá en el porche todo es silencio, acaso un poco de respiración agitada por huir del que no se escondió se embroma, de pulmones que se hinchan y se achican rápido, se hinchan, se achican, rápido. Y las mejillas que enrojecen, mientras te miro a diez centímetros de distancia, veo cómo crece tu pecho con la respiración agitada, cómo saltan gotas de sudor de tu frente, de tus labios, cómo el vestido de flores se pega a tu piel transpirada. Y entonces el frío del musgo en la espalda te hace sonreír, hace que se ericen los vellos de la nuca y del antebrazo y que tu sonrisa diga que sí y que no y que el flequillo te tape los ojos que de todos modos no quieren mirar.
Fernando
Noviembre, MMXXI
No hay comentarios:
Publicar un comentario