La desnudez de Dani se ve levemente interrumpida al paso de mi mano en una caricia que intenta el recorrido más largo posible sin tener que alejarme mucho. Algo similar ocurre con mi desnudez. Las manos van y vienen, se cruzan a veces en sus recorridos y ahogan una risa cómplice, un suspiro breve. El ritmo varía con las respiraciones a veces contenidas, a veces resopladas. Palabras no hacen falta. Todo está dicho con las manos, las miradas, los mohines, o dejarse caer por un instante y sentir el abrazo que acude en auxilio de inmediato. No hay nada que temer.
La tarde transcurre lánguida y alterna en sueños breves y actividades frenéticas, primero, más tenues después. Así podríamos seguir para siempre.
Dos vecinos irrumpen a los gritos. Los sigue un grupo de tres o cuatro matones. Exigen que salgamos de ahí, que abandonemos nuestras prácticas ofensivas e inmundas. Dani se incorpora y grita que se atrevan a sacarnos. Los vecinos gritan, los matones amenazan. Yo me desvisto y ataco con un palo de escoba a los vecinos. Me miran. Los miro. La ira y la furia van y vienen como serpientes de mis ojos a los de ellos. Dani se suma a mi ataque y más y más furias serpentean de los vecinos a los matones a nuestros ojos.
Se escuchan bocinazos en la calle. La sirena de un patrullero. Piden paso a los gritos también. La habitación se llena de sudores y respiraciones entrecortadas. No se entiende bien de dónde vienen los primeros balazos. Dani cae. Yo me tiro sobre su cuerpo para que no lo profanen.
Fernando
Noviembre, MMXXI
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