Subí por la escalerilla del lado izquierdo, crucé el techo y salté a la calle para entrar por la puerta del conductor. A retiro, le dije, y esperé que la máquina marcara el importe. ¿Tres?, preguntó el chofer. No, no, uno solo. Uh, dijo, entonces me zarparon esos que subieron antes, hablaban como si usted fuera a pagar. Me miró, y movió el bigotón a un lado y a otro, algo contrariado. Unidos venceremos, dije, y nos reímos. Apoyé la tarjeta en la máquina y me descontó el viaje, pero no pude ver el saldo porque en ese momento subió el inspector y le pidió un reporte de los últimos pasajes cobrados. Y después le preguntó al chofer si había hecho el informe semanal. El conductor dijo que sí, pero no sonaba muy convencido. El inspector movió la cabeza a ambos lados varias veces, hizo unos movimientos y el reporte comenzó a salir de la máquina. Che, ¿falta mucho para salir?, se escuchó que dijo alguien. Sí, dale querido, no tenemos todo el día para esperarte a vos. Dejá laburar, chancho. El chofer se mantenía en silencio, con el pie en el freno, esperando que el guarda terminara su reporte. Salieron tres hojas. ¿Ve lo que le digo?, si no estoy yo esto no lo hacen. Dale, chancho, tomatelá.
La casa parecía haber sido invadida: Horacio, los muchachos de la librería, los pibes de fútbol, varios amigos y amigas de Eme y un montón de desconocidos hablaban y gritaban para sortear el volumen de la música. Quería ir al baño rápido, pero imposible, a cada paso me chocaba con alguien que me abrazaba y me deseaba lo mejor. Todavía tuve que esperar porque los chicos de la librería empezaron a transmitir su podcast en vivo que iba justo ese día, con sonido de fiesta y todo. Alguien tuvo la decencia de bajar un poco la música, pero las charlas y el griterío siguieron como si nada. Igual, como a cada rato sorteaban algo, el público disimulaba las imperfecciones.
¿Dónde está la heladera?, les pregunté contrariado, más bien enojado, a los de fútbol. No es acá, papá, te equivocaste, la cocina está por el pasillo. Había tanta gente en el pasillo que se miraban directo a los ojos, ensayaban suspiros y caricias y jadeos que tuve que ir por la terraza y bajar por la medianera hasta el patio y entrar por ahí. Camarón movía la cola, divertido, tal vez preocupado por el equilibro que tuve que hacer para que no se cayeran las botellas que iban a la heladera. Le acaricié la cabeza cuando hice pie en el patio, y mientras trataba de acomodar un poco el desastre de latas, paquetes y botellas, sonó una videollamada. Tardé en contestar, y cuando dije hola, hola, te estabas yendo. Vi tu pelo cobrizo, largo, recién planchado caer sobre el vestido verde que usaste en el casamiento de Mar y Agus. Hola, hola, pero no me contestaste. Hola, hola, ¿me escuchás? Tu cara estaba seria, los ojos mirando hacia abajo, tristes, y me pareció que estaban enojados. Vi que movías los labios, pero no escuché lo que decías. Después de un instante se cortó, y ya no te pude llamar, no había señal.
Fernando
Enero, MMXXI
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