En su nota en Página 12 del 14 de mayo de 2020, Horacio
González nos dice:
Pero sería una irresponsabilidad más, no
saber que somos los mismos que hace millones de años teníamos “los útiles a la
mano”. Se medían los actos por la distancia a tiro de piedra. Claro que es
también el origen de la guerra. Hay que decirlo todo. Pero sabiendo de los
riesgos, deberíamos recuperar el sentido abierto, antropológico del arte
amoroso de la distancia.
Y quiero detenerme en la expresión arte amoroso de la distancia. Los kilómetros recorridos para
encontrarnos, o para ir juntos, o para volver a nuestras casas. Todos esos
trenes, colectivos, subterráneos y pesos invertidos para amar. Abrir la puerta
con una sonrisa, una mirada algo extasiada, alabar un corte de pelo o una
prenda. Todas esas charlas que sirvieron para acortar soledades.
Ahora, en esta mañana fría, caigo en la cuenta de que esa
distancia que regularmente tendía a acortarse y desaparecer, se ha hecho
impredecible, inconmensurable. ¿Qué distancia nos separa en este momento?
Dice también
González que distancia y tiempo son lo mismo, se consumen al unísono. Pero claro,
eso es en el supuesto de un viaje, y no cuando uno está quieto, en la misma
casa, recorriendo las mismas cuatro cuadras hasta el supermercado, cuando ir al
banco que queda a siete cuadras equivale a una excursión a los ranqueles.
A diferencia de Charly, no tengo living, de modo que voy a
la terraza. Allí puedo encontrar la luna, incluso en horas de la mañana, o
pequeñas ventanas que abren una rendija a las vidas cercanas que se desconocen.
¿Quién será esa mujer que se sienta detrás del vidrio en su sillón y mira largo
rato hacia la calle? Y entonces el viento, el frío, un estornudo y vuelta a la
cama. A saber que no sé qué distancia nos separa ahora, qué colectivos o trenes
hay que tomar, ni cuánto tiempo llevará encontrarnos con una sonrisa al abrir
la puerta, aL perdernos en un abrazo.
Fernando
Mayo, MMXX
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