Hoy inauguramos la etiqueta que da título a este primer artículo. Viene
siendo un pequeño apartado para aquellas cuestiones que tienen que ver con la
elipsis, los sobrentendidos, el valor de lo no dicho.
El lector desprevenido debería leer el artículo Una elipsis ya
pronto serás -disponible en este mismo blog- o quizás, mejor,
leer a Samanta o a Hemingway.
Decíamos en el mencionado trabajo que Roland Barthes, en La
antigua retórica[1], se refiere
al hecho de dejar a consideración del lector ciertas evaluaciones:
porque hay que
contar con la ignorancia de los oyentes (la ignorancia es precisamente esta
incapacidad de inferir a través de numerosos eslabones y de seguir mucho tiempo
un razonamiento); o más bien hay que explorar esta ignorancia dando al oyente
la sensación que él la superó por sí mismo, por su propia fuerza mental: el
entimema no es un silogismo truncado por carencia, degradación, sino porque hay
que dejar al oyente el placer de completar él mismo un esquema dado
(criptograma, juegos, palabras cruzadas).
Todo esto venía
a cuento de una publicación de +Soledad Arcos (pero en la otra red social) en
la que ella comenta que le han dicho que tiene acentos diversos, desde el
Brasil hasta el extinto imperio Austro-Húngaro, y se sorprendía porque alguien
le había dicho que tenía acento manchego. Y si bien es
raro, no deja de ser posible, en tanto y en cuanto la mimesis es a veces inconsciente:
imitamos subrepticiamente un acento para disimularnos en la multitud y no ser discriminados. Ya sea
esta la razón, o solo una simple especulación, me lleva a pensar en el plurilingüismo
como una suerte de personalidad múltiple, una esquizofrenia del habla en
aquellos que frecuentan distintos idiomas.
El
inmigrante y el hijo del inmigrante se piensan en términos de lengua, son
su lengua. Mi madre había perdido el francés de sus padres, era monolingüe, por
ende, argentina. Mi padre hablaba en inglés con su madre, con sus hermanas, y
en español con su mujer y sus amigos. A veces la gente le decía che, inglés.[2]
Pero volviendo,
decíamos que Soledad se sentía extrañada porque le decían manchega. Es que, si
se piensa por un instante, todos somos manchegos, hijos de la lengua
castellana, y por lo tanto, muy en el fondo, guardamos algún resabio de esa
lengua primigenia. A veces, sin saberlo, escuchamos personas hablando castellano
del siglo xv cuando nos dicen fuistes
y vinistes. Y es que llevamos en
nuestro ADN lingüístico esas cosas que no escuchamos en vivo y en directo, pero
van llegando hasta nuestros días. Como esos libros que no leímos directamente,
pero nos enteramos por las referencias, los textos que sí leímos o las
películas que vimos y que se basan en aquellos.
Iremos viendo,
en el correr de los días, otras cuestiones que, planteadas a priori como paradojales, luego de pensarlas un poco nos muestran
su relación con las cosas.
Como la lengua.
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