Algarrobo - Parque Nacional Talampaya |
El àrbol que vemos en la imágen es un Algarrobo, tomada en el cañón del río Talampaya. Las plantas que crecen ahí son achaparradas, con espinas más que
hojas, que toman formas extrañas, retorcidas, como si les doliera crecer,
mantener la escasa a nula humedad que encuentran en el suelo o en el aire para
poder verdear apenas. (El promedio anual de lluvia en el Talampaya es entre 150 y 170mm. Para darnos una idea, en una tarde de furia -luego de la cual los negocios de Belgrano quedan inundados hasta acá, pueden caer 80 mm, vale decir, apenas un poco por debajo de la mitad de todo un año en Talampaya).
Los árboles que se ven son todos Algarrobos, que los nativos llaman
“El Árbol”, en señal de respeto por el
enorme trabajo que debe realizar para crecer, y brindar sombra, leña, alimento.
Ver un Algarrobo en esa sequedad inmensa,
verdaderamente inspira admiración. Supongo, también, que el mito
originario de esta gente debe ser que los hombres descienden del Árbol (no se
ven monos en esta zona), y no por nada la historia de una persona o familia no
se llama mono genealógico.
Cuando nos referimos a nuestros vínculos, hablamos de raíces. Esas que penetran la tierra para obtener sus
nutrientes, y a la que le devuelven sus hojas secas, sus pedazos de corteza, su
simiente, que brindan, en mayor o menor medida, fertilidad a las plantas que
allí crecen.
En otras clases de mitos originarios, el pecado consiste en comer el
fruto del Árbol de la sabiduría, que domina el paisaje del jardín paradisíaco.
A la sombra de ese mismo árbol, se ha descubierto la fuerza de atracción
gravitacional. Y al llegar a lo más alto de la copa, con las rodillas raspadas
y las manos temblorosas, por el esfuerzo, el miedo y el punto en donde ya no
sabremos si la rama va a seguir sosteniéndonos, el niño se siente en la cima
del mundo, de ese mundo que es su árbol, el de su casa, su barrio, su potrero,
y que le ha permitido llegar a lo más alto.
Siento que crezco
Y que subo
Y que me veo por dentro
Y me toco y me reconozco
Y a mi lado estoy yo
Que me hablo y me entiendo
Y que ahora soy sueño
Y me acerco y no muero.
Y que subo
Y que me veo por dentro
Y me toco y me reconozco
Y a mi lado estoy yo
Que me hablo y me entiendo
Y que ahora soy sueño
Y me acerco y no muero.
Leí estas palabras en la contratapa del disco La Biblia. Debo
admitir que entonces no las entendí, y así pasé muchos años. Se perdió el disco
entre mudanzas y préstamos a personas inescrupulosas que no dudaron en quedarse
con él. Gracias a Internet, pude recuperar esos versos. Y descubro que sigo sin
entenderlo del todo.
Pero he podido viajar a las duras tierras del Algarrobo, y logré
entender que son, ésas, las declaraciones del Árbol.
Que, por suerte, no pueden trasladarse hasta la capital, y ver cómo, cada mañana, miles de litros de agua potable son tirados a la nada para, sencillamente, limpiar las veredas, que volverán a estar tan mugrientas como siempre apenas unos minutos después.
Yo no sé qué se puede hacer para evitar semejante despilfarro. Algún día, cuando no tengamos qué tomar, alguien tendrá una idea mejor, pero pienso que los edificios, sus consorcios, las personas que los habitan, mejor, ya que los edificios no piensan ni tienen ideas ecológicas, deberían buscarle la vuelta y tener una conexión de agua no potable, porque verdaderamente, ver que un árbol se retuerce por un poco de humedad, es creer, a la vez, que se retuerce por el despilfarro.
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