La tapa de la botella resistía los embates denodadamente. Ya iban más de veinte minutos y no tenía miras de abrirse. Dejé de insistir, algo ofuscado, tapé los bultos y me fui a dar una vuelta a la
manzana.
Paré a comprar cigarrillos en el kiosco de Marcela,
que me preguntó si me pasaba algo. Le dije alguna respuesta
evasiva, porque no tenía muchas ganas de hablar.
Pero ella parecía que sí, y me dijo que en una hora, como mucho,
cerraba, y que si quería podíamos ir a tomar algo, o a cenar, mejor, ¿no me parecía?
No me parecía, pero no supe decirle que no. A las ocho tenía que pasar a buscarla, de manera que la bronca
era, ahora, doble: tratar de terminar mi tarea antes del encuentro con Marcela.
La puta madre, no tendría que haber salido, no.
Ocho y cinco estaba tocando
el timbre. Le dije que me esperara, que había tenido un percance y me iba a demorar un
poco, ¿no le parecía dejarlo para otro momento? No le parecía¿Me molestaba si pasaba a
esperar? Me molestaba, pero no pude decir que no.
Estaba complicado,
complicado. Sabía que había cometido un error fatal, que no tendría que haber pasado nunca por el kiosco, sabía que Marcela me iba dar charla, ella tenía esa capacidad de saber lo que me pasaba.