La tapa de la botella resistía los embates denodadamente. Ya iban más de veinte minutos y no tenía miras de abrirse. Dejé de insistir, algo ofuscado, tapé los bultos y me fui a dar una vuelta a la
manzana.
Paré a comprar cigarrillos en el kiosco de Marcela,
que me preguntó si me pasaba algo. Le dije alguna respuesta
evasiva, porque no tenía muchas ganas de hablar.
Pero ella parecía que sí, y me dijo que en una hora, como mucho,
cerraba, y que si quería podíamos ir a tomar algo, o a cenar, mejor, ¿no me parecía?
No me parecía, pero no supe decirle que no. A las ocho tenía que pasar a buscarla, de manera que la bronca
era, ahora, doble: tratar de terminar mi tarea antes del encuentro con Marcela.
La puta madre, no tendría que haber salido, no.
Ocho y cinco estaba tocando
el timbre. Le dije que me esperara, que había tenido un percance y me iba a demorar un
poco, ¿no le parecía dejarlo para otro momento? No le parecía¿Me molestaba si pasaba a
esperar? Me molestaba, pero no pude decir que no.
Estaba complicado,
complicado. Sabía que había cometido un error fatal, que no tendría que haber pasado nunca por el kiosco, sabía que Marcela me iba dar charla, ella tenía esa capacidad de saber lo que me pasaba.
El corte de luz fue
repentino. No hubo titilar de lamparitas, no hubo caída de tensión, no hubo aviso. Me quedé quieto un instante, casi sin recordar en qué parte del departamento estaba, ni en qué parte de mi vida, ni qué significaba esa situación. Busqué el encendedor en la mesa de luz. Ahí supe que estaba en la cama, que estaba
desnudo, que estaba mojado, acaso después de haberme bañado.
Al rato, pude empezar a
distinguir algunos bultos, cuando las pupilas se acostumbraron a la oscuridad,
y entonces me levanté y fui despacio a la cocina a buscar las velas
que tenía el cajón del bajo mesada. Me estremecí con el frío en los pies al pasar del cuarto al pasillo de
cerámica, y casi me caigo al resbalar, pero pude
mantener el equilibrio al poner las manos en las paredes, con los brazos
extendidos en cruz.
Escuché el grito a mitad de camino, todavía a oscuras, todavía sorprendido. Era Marcela que me llamaba desde
el ascensor. La puta madre, pensé, pero no pude decir que no.
Salí al palier, a tientas, y me acerqué a la puerta del ascensor. ¿Estás bien?, grité. Sí, pero tengo mucho miedo,
ayudáme a salir, por favor, por favor. ¿En qué piso estás? No sé, el dos, el tres, no sé. Bueno, ya voy, tengo que buscar una linterna.
Apuráte, por favor. Sí, sí.
La puta madre.
Volví al departamento. Estaba ofuscado. No tendría que haber salido al palier, no tendría que haber hablado con
ella. Solamente tendría que haber terminado de abrir la botella,
desparramar el kerosén, tirarme al lado de los bultos en el piso,
sacar el encendedor, prenderlo.
Fernando Berton
Copyright - Abril 2014
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