Cuando Laércio pudo ponerse en pie y volver al trabajo, lo trasladaron a otra granja, que tenía un poco de mejores condiciones: un cobertizo que parecía haber sido una caballeriza hacía las veces de cuadra, en los establos había dispuestos unos catres no muy cómodos, pero al menos un poco más lejos del polvo, los insectos y culebras que tanto lo atormentaron en el otro lugar. Y hacia el fondo del rancho, se habían dispuesto unos tubos que, cada tanto, usaban a guisa de duchas. El agua era fría y algo turbia, pero al menos les permitía sacarse la mugre más gruesa. Con la grasa de los animales que faenaban, y las hojas de unos matorrales perfumados que había en las cercanías fabricaron un jabón que los llenó de alergias y hasta los despellejó, en los casos más graves. Cuando pudieron dejar de rascarse hasta sacarse sangre, la historia les pareció divertida, y poder reír después de tantos años les hizo creer que estaban un poco mejor. Y también porque luego del trabajo, se reunían a conversar, o jugar al tatetí dibujando el tablero en el polvo del piso, con semillas y piedritas que tomaron el rol de fichas.
Un señor llamado Antonio, pero al que todos le decían El Mudo, habló una noche, para sorpresa del grupo. Dijo que, si lo ayudaban, podría construir un alambique y fabricar whisky con el maíz. Luego de varios meses, muchas frustraciones y no pocas heridas y castigo, consiguieron destilar algo más de cuatro litros; que claramente no pudo ser añejado, y dejó a todos con la espalda en el suelo, los dedos agarrados con furia en la tierra con la idea de detener los giros veloces a los que se había dedicado el cielo. Y, si cerraban los ojos, les parecía que iban a levantarse y caer de boca sobre una de las tortugas.
A palos y patadas los levantaron al día siguiente, y así siguió la cosa toda la jornada, porque les costaba moverse sin sentir mareos, y una náusea incontenible que sólo logró incrementar sus deseos de volver a destilar, pero esta vez decidieron añejar un tiempo el licor, y beberlo más moderadamente. Aun así, la lengua se les soltaba un poco, y cada quien iba contando sus recuerdos, qué hacían antes de este castigo, y callaban sus pensamientos sobre el porvenir. El Mudo, no mucho después, se convirtió en el más hablador, y, ciertas o inventadas, sus anécdotas eran muy graciosas, y todos esperaban el atardecer para escucharlo. Así, con un trago y un poco de risa, iban a dormir con mucho mejor ánimo.
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