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viernes, 24 de abril de 2020

Lecturas

Hay dos mesas paralelas, perpendiculares a la calle Bolívar. Un hombre de unos sesenta años, con pelo abundante pero que empieza a ralear en la frente, de anteojos, ha pedido un café, guardado el libro que leía y tomado el celular en el momento en que entra un hombre más joven que él, de unos treinta años, remera estampada con flores rosadas sobre el fondo negro, lleva barba y anteojos y un diario. Se sienta de espaldas al hombre que mira el celular, que lleva suéter, pantalón y camisa grises. Los dos hombres solo se parecen en que usan anteojos y leen.

El hombre mayor, cada tanto, apoya la espalda en la silla, se lleva el celular a la oreja. El joven lee la carta. Cada tanto apoya la espalda en el respaldo de la silla. La camarera le pregunta si ya decidió. Niega con la cabeza, algo nervioso. El hombre mayor mira hacia el interior del salón con cierto

hastío. Paga la cuenta. Escucha de nuevo el teléfono. El joven sigue hojeando la carta con la mirada inquieta. Va y viene por las hojas, con rapidez pero a la vez con torpeza. Le tiemblan las manos. De pronto se da vuelta y mira hacia la mesa del hombre mayor, que se ha ido. Toma el diario pero sigue la recorrida por el menú. La camarera le trae un individual de papel, cubiertos, vuelve a mirarlo, inquisidora. Él no levanta la vista, salvo cuando la muchacha quiere llevarse el diario. El joven hace un gesto enérgico para evitarlo. Por la barra se acerca el adicionista y pregunta si está todo bien. Se hace un silencio. La camarera se aparta, sin el diario. El joven sigue leyendo


Fernando
Abril, MMXX

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