Cuando la realidad se
vuelve sueño
El carruaje se movía a gran velocidad, a pesar
del camino, que estaba bastante roto, y en un barquinazo, dio la cabeza contra
la ventanilla. No estaba muy seguro de haber despertado del todo, no estaba muy
seguro de cómo había llegado hasta ahí, no estaba muy seguro de lo que había
alrededor. Por lo poco que podía ver sacando la cabeza por la ventanilla, le
parecía la entrada a un bosque, que de pronto tenía cierta luminosidad gracias
a la luna llena y a que la niebla había aflojado un poco. Solamente un poco. Al
rato, otra vez tenía que hacer milagros para ver la punta de los dedos. Y otra
vez el temblor al tocar la cara tibia, la humedad de una boca, la delgadez de
la nariz, unas cejas imperceptibles.
-
¿Quién
sos?
Pero no hubo respuesta.
El carruaje se detuvo abruptamente. Sintió unas
manos que le tapaban la cabeza con una capucha. Lo sacaron abruptamente. Sintió
un frío tremendo en todo el cuerpo, y no pudo evitar temblar y golpear los
dientes. A empujones lo fueron llevando, y trastabilló varias veces, y varias
veces lo levantaron. Le dolían las rodillas y no paraba de temblar. Supo que
subieron una escalinata bastante larga, en la que tropezó y cayó en distintas
oportunidades. Al fin ingresaron a un lugar cubierto, y le sacaron la capucha. Le
costó bastante poder hacer foco nuevamente. Notó que había varias personas,
aunque tenía la vista muy nublada y la luz de pronto le provocaba dolor en los
ojos.
-
¿Quiénes
son?
Pero no hubo respuesta.
Pensó que en cualquier momento se despertaría. Que Pérez
bajaría de la siesta a preparar un té, o un café o directamente la cena. Desde la
ventana, cuando se despertara, cuando se fuera la bruma, podría ver el
acantilado, el mar meciendo los barquitos en sus amarras, las flores en los
jardines, y los pensamientos en los cerebros. Podría sentir los labios
dibujando una sonrisa al volver de un sueño tremendo y descubrir que las
escenas y las esencias estaban como las había dejado antes de empezar a leer y
luego de dejar de leer porque el sueño se había apoderado del exterior, porque
la realidad se había vuelto un sueño y el entorno era como una ropa que se usa
para una ocasión especial, una fiesta importante, y nada más, nunca más se
usaría, el día a día requiere otras vestimentas, otras actividades, otros
destinos.
-
¿Qué
quieren conmigo?
Pero no hubo respuesta.
Sintió, entonces, un dolor en los tobillos. Hacía una
hora o dos días que estaba parado ahí, en ese salón inmenso y oscuro, del que
solamente podía ver un resplandor de fuego en lo que suponía era un hogar. No hacía
tanto frío como afuera, cuando lo bajaron a empellones del carruaje, pero
tampoco se sentía tan cálido. De pronto recordó que había tocado un rostro
suave, desde la mejilla hasta la boca y por la nariz hasta las cejas. Pensó si
había tocado un hombre o una mujer. Y no pudo decidirse. Pensó que no tuvo
sensaciones, y pensó que no podía decidirse si le había gustado o le había
generado rechazo.
-
¿Están
ahí todavía?
Pero no hubo respuesta.
O sí. De pronto sintió que le arrancaban la ropa, y
quedaba totalmente desnudo en esa semi penumbra tibia. Que cada vez se volvía
más fría, porque el fuego del hogar no estaba siendo atendido, y perdía
intensidad a cada momento.
-
Debes
ser Neme.
Pero no hubo pregunta.
No pudo distinguir si lo tocaban varias personas. Sí
supo que las manos eran varias, y que las suyas estaban en ese menester. Que le
daban caricias por aquí y por allá, respiraciones, oraciones, sinsentidos y
sinsabores. Una y otra vez, ahora por acá y otras por allá, allá, acá, acalla,
las máscaras más caras estaban a disposición de los sensores ensordecedores con
gemidos y aullidos de la luna llena, por los siglos pasados pero también por
los minutos perdidos en las autopistas del placer hasta lo más bajo de las
extremas confusiones entre rebeldes que temen ser seres perennes.
En lo más alto del abismo se descubre a punto de
caer, de tragarse el océano y los peñascos. La sangre fluye tremenda hasta
todas las extremidades. Su cara se enrojece. Su pene se enaltece. Sus pies no
lo sostienen.
-
Debe
ser Pérez.
Por fin una respuesta.
Pero no había pregunta. La bruma era cada vez mayor.
Sabía que en un momento dado iba a despertar, y Pérez, que estaba ahí trayendo
el té verde, le daría la mano para salir del sillón, con una sonrisa leve en su
boca húmeda, en sus labios finos, en su nariz filosa y en sus cejas
imperceptibles, con su túnica gris y su mano en el hombro diría a todos los
presentes.
-
Neme,
mereces que te quemen.
Y el abismo se metería en todo su cuerpo, y el hogar
se apagaría.
Fernando
Berton
Copyright: abril, 2013.
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