Ví la versión de 1933 en la tele, cuando yo tenía siete u ocho años, a principios de los setenta. Por entonces, los efectos especiales no estaban en boca de todo el mundo, y no todos los que íbamos al cine sabíamos de efectos especiales. Nos importaba más el tema que si estaba bien filmada. Después de todo, todos sabíamos que un mono de semejante tamaño era de mentirita.
De todas maneras, había algunas cosas que nos hacían gracia, como que la chica entrara completita en la mano del gorila, y movia sus patitas desesperadamente. Y algunas otras desproporciones también llamaban la atención.
Con el correr de los años, Spielberg hizo su versión, tal vez envalentonado por el éxito de Tiburón, se dedicó a hacer un gigante mucho más expresivo y bastante más parecido a un gorila de verdad, pero en estos tiempos ya estábamos más acostumbrados a estos avances tecnológicos.
No hace tanto, el director neocelandés Peter Jackson, famoso por la trilogía del Señor de los Anillos, se despachó con una versión grandilocuente, con escenarios impresionantes, y otra vez la chica que sobresale en la mano de Kong.
Lo que más me llamó la atención fue que los tipos llegaran a ese lugar pletórico de dinosaurios, y decidieran llevarse un mono. Quéseyo, será todo lo extra extra large que quieras, pero no tiene comparación con un T-Rex. Al menos eso creo.
De cualquier forma, y volviendo al origen, esta especie de bella y bestia nos muestra las dificultades que tenemos los seres humanos para con todo aquello que es diferente, que suele verse como bestial y merecedor de nuestras balas, o bien ser sometido al escarnio público, exhibirlo en una feria de novedades y ganar dinero a costilla de la desproporción de este pobre bicho que hasta fue capaz de enamorarse de una ínfima criatura y protegerla de otras bestias que no tuvieron la misma actitud con él.
Va, entonces, mi humilde homenaje al simio King Kong
Ah, y el de un kiosquero de la provincia de Buenos Aires también.
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