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lunes, 6 de agosto de 2012

Días grises



Cuando los días son grises, los edificios se esconden detrás de las nubes, porque no quieren ser vistos derramar lágrimas desde sus ventanas más altas.
Las calles se vuelven tramposas, y a la vuelta de cualquier esquina podrías encontrarte con los fantasmas que habías dejado atrás varias cuadras antes, cuando todavía, apenas, brillaba lo poco que quedaba de sol.
Los recuerdos se ponen filosos, y tendrías que tener mucha pericia, mucho cuidado, de no afeitarte rápido, porque podrían llenarte la cara de minúsculas cortadas, de sangres y de espumas rosadas cayendo en la pileta del baño.
Cosa que indefectiblemente te recordará a Bob Geldoff haciendo de Pink.
Floyd, ¿quién otro, si no?
Cuando recuerdes la pared, y las repeticiones, y el lenguaje no te alcance, y veas en tus ojos el reflejo de todos tus dolores, cuando sientas en las arrugas de las manos el peso de las pieles alcanzadas un instante antes de morir un poco, y tengas en un bolsillo de un saco que hace mucho que no usás un papelito que ya casi habías olvidado, y que te dice te quiero, después de tantos años y tantos mocos tendidos; esa tarde gris, entonces, es posible que salgas a caminar por ahí,  y te encuentres con la loba amamantando a los creadores.
Uf, cuánta vida hay en tus retinas. Cuántas ganas de contar lo que sentís, y de volver a casa para sentarte, calentito, a escribir tus recuerdos, esos recuerdos que solamente son importantes para vos, para que ese momento, en el silencio de la casa, mientras la tormenta empieza a arreglarse para salir ahora mismo, o mañana, nunca se sabe; se derrita de a poco en tus retinas, y se derrame despacito por las neuronas que te llevan a ver, de nuevo, esos carritos corriendo increíbles, barranca abajo hacia la Avenida Martín García, echando chispas y gritos y chorros enormes de adrenalina por todo el Parque Lezama. Hasta que a la noche, cuando el cuerpo empieza a enfriarse y la vivencia comienza a mudar en recuerdo, la cascarita de la herida en la rodilla empieza a arder y a tirar y a afiebrarse. Y acaso, sólo tal vez, un vaso de agua fresca aparezca en el medio de la  pesadilla para aliviar el dolor de los labios partidos, de los ojos rojos, de las plaquetas tratando de parar esa hemorragia.
Y uf, otra vez estarás disfrutando lo que alguien a quien amaste y odiaste con la misma intensidad, alguien que un día se fue para siempre y te dejó masticando la bronca de no haber podido charlar después de la tormenta, cuando los dos supieran que sabían lo que el otro estaba pasando o habría de pasar; sin querer, claro, porque las coincidencias entre las infancias y las adulteces no tienen mayor explicación, estarás, decíamos, paseando por el Parque Lezama, por el Patronato de la Infancia, por la Iglesia de la Santísima Trinidad y el Bar Británico y la Avenida Brasil y el Paseo Colón y la calle Balcarce.
Todo eso, entonces, tiene sentido para VOS, y para ella, que ya no está acá, pero está allá, y vos estás de nuevo recorriendo esos caminos que ella caminó de chiquita, y que jamás olvidó. Y que vos, entonces, no lograste entender, y la mirabas como aburrido, estupefacto. Nunca pudiste entender sus lágrimas. Y acaso nunca puedas.
Pero vale la pena intentarlo.
Vale la pena caminar, cada tarde, por esas mismas calles.
Las desgracias de entonces no han de ser tan distintas a las de ahora.
Y el amor de ella no habrá disminuido ni un poco.
Y entonces sonreís. Porque esa es la idea ahora. Buscar cosas que te hagan sonreír. Y ella te hace sonreír. Mandale un beso, decíle que la querés, y que ya estarán de nuevo juntos. Pero todavía no.
Todavía no.

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